Intento pensar en la historia de mi país y lo primero que me viene a la mente es la imagen de mi abuela enseñándome a hacer pelotitas de masa de maíz. Dicha masa tiene una consistencia similar a la de la plastilina, así que basta con aplaudir y aplaudir con la pelotita entre las manos hasta crear una pequeña luna que llamaremos “tortilla”. El comal es de barro negro y de forma circular. Representa al universo. Debajo del comal arde la leña y con este calor trasfundido a su superficie, las lunas de maíz son transformadas en esas tortillas que acompañan todas las comidas de los guatemaltecos. En mi ensoñación aparece mi abuela instruyéndome. A partir de una pelotita pequeña, se echaba una tortilla pequeña en el comal. Es lógico. Con una pelotita más grande, tendríamos una tortilla mayor. Pero si hacíamos una gran pelota, una enorme bola de maíz, entonces ya no tendríamos una tortilla, sino un “pixtón”. Recuerdo que estas tortillas especiales eran mis favoritas, a pesar de que mi abuela sufría un poco al ver a su pequeño nieto aplaudiendo con tanta masa de maíz entre las manos y dejando todo hecho un verdadero desastre.
Otra de las razones de mi encanto con los pixtones era el sonido de la palabra. “Pixtón”, que se pronuncia “pishtón”. Adoraba repetirla. Había algo mágico en esta palabra, algo todavía más mágico que la mayoría de palabras mágicas usadas por mi abuela. Su orgulloso linaje ibérico me dejaba alucinado con montañas de arcaísmos que sólo alcanzaría a recuperar años después gracias a mi estancia en el Brasil y a la adopción temporal del portugués como lengua. Pero la palabra “pixtón”, aunque aparezca en el Diccionario de la Real Academia Española (pixtón: 1. m. Guat. Tortilla gruesa de harina de maíz.), poco tiene que ver con la Madre Patria. O con las hermandades galaico-portuguesas.
El ensueño con los pixtones de maíz es en realidad un Caballo de Troya, para que cierta sabiduría pueda hacer el viaje en el tiempo hasta llegar a mi psique. Me explico: según el antiguo sistema de cómputo del tiempo llamado “cuenta larga mesoamericana”, el próximo 21 de diciembre de 2012 concluirá un ciclo de 144,000 días: el treceavo “baktún”. Para los mayas, un periodo de 13 baktunes (5.125 años) correspondía a la duración de una era completa de la humanidad. Y de acuerdo con este mismo sistema de cuenta larga, un “pictún” es un periodo de tiempo inmenso, compuesto de 20 baktunes (7.885 años). Escuchemos bien, por favor: pictún se parece a pixtón. Creo que hasta se trata de la misma palabra de origen maya. Entonces pienso que el acto de echar las tortillas al comal representa una metáfora performativa de la cuenta del tiempo (círculos de masa de maíz como ciclos de años), donde el pixtón simbolizaría un volumen superlativo.
Vistas las cosas de este modo, la historia moderna de Guatemala sería apenas una de las tortillas más pequeñas, esas que prefería echar mi abuela en el comal. Menos de 20 katunes (200 años). Haciendo un corte un poco mayor de tiempo, digamos, a partir de la conquista española, la tortilla no crecerá mucho. Por lo menos no llegará a ser un pixtón. Para hablar de la historia contemporánea (los últimos 40 años) las dimensiones del maíz en el comal, como las de mi país en el espectro cósmico, llegan a ser verdaderamente ínfimas. Con todo, este es el tiempo que me toca vivir, el maíz que me toca comer. Porque nos alimentamos de tiempo, así como un país se alimenta de su historia. O más bien, de sus historias.
Cuando nos apartamos de la creencia en una historia única, cuando percibimos que jamás hay una sola historia sobre ningún lugar, estamos ya en los albores de un mundo superior. La historia es la vibración de la memoria colectiva en eterna reconstrucción. La historia como verdad comunitaria se define a través de una interactividad constante de relatos, en una serie de intercambios simbólicos que incluso pueden llegar a ser violentos. La historia de un país no es unidireccional, ni lineal. El relato histórico oficial se ve confrontado por los testimonios disidentes. Y este conjunto es profundizado y dimensionado gracias también a la ficción y la poesía.
La historia para mí es la historia que vivo, es decir, la historia que escribo. La historia que siento legítima, la más digna de ser narrada. Pero también es la historia que sueño y la historia que imagino. En el pasado y en el futuro. La escritura le da cuerpo a los sueños y a las pesadillas. Es mi manera de habitar el tiempo. Las literaturas imaginadas desde siempre en los territorios donde nací, conforman el irrigado sanguíneo de lo que deseo escribir. La literatura es la continuidad histórica del sueño colectivo. Los maya-quichés afirman que el amanecer es el propio acto de esparcir la simiente en el firmamento. La escritura podría ser, entonces, la agricultura del vacío, o de los campos celestes. Cada letra sería una semilla de luz. La página en blanco es la única perfección posible, de ahí que la escritura sea, asimismo, un atado de deseos y de impureza. Cada negra letra expresa también una porción de oscuridad. Y tal es el devenir de la historia que escribimos para nuestro país, un perenne discurrir entre las fuerzas que promueven la vida y las que intentan procrear la muerte.
Pueden visualizarse diversas constantes históricas explayadas tanto en la Guatemala precolombina, como en la Guatemala colonial y moderna. Una, quizás la más dolorosa, es el ejercicio del poder como una práctica orientada a la obliteración total de un Otro. Se decide desde el poder político, económico y retórico cuáles serán los sectores a los que la sociedad civil debería odiar, legitimando de este modo una diversidad de acciones lucrativas y consagratorias del status quo. En tiempos recientes esto nos condujo a una guerra interna fratricida que duró cuatro décadas (hasta 1996) y que hoy se prolonga en una cruenta posguerra que moviliza a nuevos (¿?) vectores favorecidos por el establecimiento de la violencia como conducta social privilegiada: crimen organizado, narco, maras, etc. El status quo, veamos la paradoja, también se mantiene y se afirma con la existencia del Otro. Su oposición no sólo justifica el ejercicio de la violencia, sino también vuelve operativas a la caridad y el paternalismo, como formas de perpetuar el estado de cosas.
Hay que comprender que lo que nos indigna, eso que a veces llamamos barbarie, no es una exclusividad de un país, o de un pueblo, sino parte de una telaraña hilada por los modelos de organización humana, a escala global. La historia de Guatemala no es más que un fragmento, un fractal, una afilada brizna de la bola de cristal incandescente que es nuestro mundo y su modernidad. Y lo mismo vale para el patrimonio espiritual, para la belleza de la diversidad guatemalteca: es apenas el pétalo de una hermosa flor ecuménica, es uno de los miles de paisajes espirituales que conforman al ser humano completo habitando la consumación del presente pictún.
Mi forma de vivir este tiempo está en relación directa con la disposición a seguir aprendiendo de la historia de mi país y de sus depositarios. Mi papel quizás consista en ayudar a gestionar la imaginación de un presente que se proyecta hacia el siempre soñado futuro armonioso. Me gustaría, por ejemplo, enseñarle a mi abuela a buscar este tipo de reflexiones en la Web. O a lo mejor debería mostrarle cómo puede localizar su humilde casa en el oriente guatemalteco a través de Google Earth. La cosa es hacerlo todo con el corazón: de la misma manera en que ella me enseñó, durante una hermosa tarde de la infancia, a hacer bolitas con la masa del maíz.