Vivir afuera

Últimamente, yo también considero irme y sumarme a los casi tres millones de bolivianos en el exterior (aunque tal cantidad no se puede oficializar). En otros países el dato no sería significativo, pero para Bolivia, que tiene aproximadamente 10 millones de habitantes viviendo en su territorio, tal cifra de compatriotas migrantes es centro de reflexiones académicas, intervención de la Cooperación Internacional y objeto de políticas públicas. Los motivos, los sufrimientos, los itinerarios de los que se han ido porque tienen una deuda que por las moras y los intereses se han tornado impagable, los que se marchan porque acá el trabajo es cada vez más difícil de conseguir o con sueldos que tienen una ridícula capacidad adquisitiva, los que están obligados a irse porque la tierra está agotada o por el cambio climático, los que se van porque sienten que ya no pueden más. Destinos diversos como Buenos Aires, Madrid, Washington, Sao Paulo son los preferidos por la diáspora boliviana. No sé muy bien lo que me esperaría afuera, aunque, como muchos de los que se han ido, igual prefiero esa lejana incertidumbre del forastero a este puñado de dudas locales y próximas. Pero sí sé que quiero volver y me da nostalgia por adelantado: me agarra la angustia de las fronteras.

El fenómeno, complejo y transversalmente concatenado con otra serie de hechos sociales, tiene antecedentes de flujos constantes y con múltiples direcciones: desde los mitimaes reasentados durante el Incario por motivaciones políticas, económicas y territoriales hasta los pioneros del fin del siglo XX que han ido tejiendo silenciosamente las redes en los lugares donde ahora masivamente residen bolivianos. A unos pocos les va muy bien, otros muchos son traficados y sometidos a tratos esclavizadores, son víctimas de discriminación y maltrato. Hay también quienes ni siquiera pueden llegar donde tienen planeado y son detenidos y expulsados. La odisea de los que se han ido porque no quieren vender limones o ser limosneros y terminan convertidos en fantasmas anónimos en lugares extraños (el otro día alguien, nacido en el campo, me contó que cuando se fue se sentía en otro planeta: no sólo todo le resultaba adverso y extraño sino que lo trataban como a un extraterrestre).

El éxodo no parece que vaya a detenerse pese a que el reforzamiento del control en fronteras, el endurecimiento de las políticas migratorias del Norte, que con ejemplos claros como la situación en Iowa o la Directiva de Retorno, criminalizan la condición del migrante irregular (especialmente latinoamericanos y africanos). Está situación de vulnerabilidad y segregación (sumada a los efectos de la recesión undial) ya ha roto el sueño a quienes retornan sintiéndose fracasados pero también a los que se quedan pendientes esperándolos (las remesas son uno de los principales ingresos económicos del país). Extranjeros indeseados: el discurso universalista de la tolerancia llevado a s máxima contradicción por el utilitarismo capitalista. La movilidad humana es un derecho tan imprescindible como el agua y pretender detenerla es como querer parar un río con diques de arena.

Pero estamos acostumbrados a la adversidad y vamos a seguir yendo (y viniendo). Últimamente hasta nos sentimos optimistas. Incluso hemos empezado a revisar esos mitos que a veces nos estorbaban respirar: no somos tan tristes ni tan mediterráneos, ni tan centrados en nosotros mismos. Además siempre podremos reproducir en cualquier lugar un pedazo de la comunidad imaginaria (con música, imágenes, comida o una conversación) como proyectando un holograma familiar. Nos vamos callados, como queriendo invadir el mundo, con un ají en el bolsillo. Vámonos. Silencio, exilio, astucia.

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