Mi abuela me regaló su amplio armario de carcomida madera lacada en blanco, porque yo no dejaba de gimotearle que en casa no había ningún sitio para mí misma, y le pedí poder vivir con ella. Convivía con mis dos hermanas mayores en una sola habitación. Después (yo tenía 10 años) se apuntó mi hermano. En aquel momento yo no pasaba mucho tiempo en casa, porque para mí cualquier relación era demasiado estrecha. Mi abuela no me podía dar 500 libras anuales y una habitación propia, pero sí el armario gigante en el que podía refugiarme.
El armario era demasiado grande para la poca ropa que yo tenía, y se veía pronunciadamente craso en la habitación. Saqué las baldas y la barra, coloqué el par de blusas, pantalones y jerseys en la parte izquierda más profunda del armario, la ropa interior y los calcetines los lancé en el cajón derecho, que despuntaba como una escalera, y puse por encima un cojín grande sobre el que me pudiera sentar. Los laterales tenían resquicios por los que aire podía circular y por los que vigilaba a mis hermanas. En ese armario se consumaron momentos esenciales de mi pubertad. En ese armario me sentí mayor, y libre.
En ese armario pasé mi primera hora -no ya platónica- con mi primer novio, que era hijo único y tenía su propia habitación. Hasta él encontraba en este armario una sensación especial de autonomía y exclusividad que no le invadía en su habitación. No sé si me hubiera cimbreado igual de desenfrenada en su habitación bañada de luz. Aquí, en esta estrechez, en esta penumbra en la que la luz se colaba entre las ranuras de la madera y nos marcaba los cuerpos, aquí dentro se me mostró el contacto como algo lógico no sólo por consideraciones de proximidad. En este armario, así como de costumbre sólo bajo el edredón, disfruté de una intimidad sin límites.
La intimidad es un Derecho Humano. La intimidad es una forma de aislamiento y de retroalimentación. La intimidad es asocial y natural. Surgimos del útero en relaciones asociales exclusivas. La tortuga entierra sus huevos, la gallina los incuba. Sin esta protección ante la interferencia, la observación, sin la vivencia de la autonomía no podríamos madurar. A día de hoy sería peor para mí vivir en un kommunalka (apartamento comunitario) soviético que ocupar una celda en prisión. Una persona que tiene miedo a la intimidad, que no puede estar solo consigo mismo, que debe exponerse continuamente a la presión y mundos de los demás, se echa a perder bien rápido.
La primera vivencia prenatal, todavía inconsciente, que un ser humano tiene de la vida, es la intimidad. Por esta experiencia metafísica, uno busca durante toda su vida espacios de refugio en los que pueda crecer. Un armario también puede servir. Precisamente un armario, que sólo concede un poco más de espacio, quizá para otra persona (novio), o para un objeto. Es un espejo abismal. Lo que he vivido y visto allí no me atrevo a ponerlo por escrito. Eso lo dejo a la fantasía del lector con la recomendación expresa de intentarlo por sí mismo, si todavía no lo ha hecho.
La posibilidad de una intertextualidad “salir del armario” & “un armario para mi misma” creo daría lugar a producciones interesantes… Es probable que salir del armario puede ser revisitado desde una política donde lo minoritario y lo representativo gana cada vez más espacios virtuales. Internet está lleno de armarios de donde salen inusitadas identidades, y el multiculturalismo nos presenta un calidoscopio sin igual, por donde mirar nos hace pensar en imaginarios diferentes y posibles, aunque curiosamente no nos hace querer compartirlos o vivenciarlos por un momento, sino sólo sacar un pasaje para ir visitarlos, tirarles fotos, afirmar allí nuestras respectivas identidades-fijezas.
Donde el exhibicionismo es norma, y el mostrar(se) sustituye muchas veces a la acción política, también invitaría no a salir sino a entrar en el armario. En el mío, en el tuyo, en el de muchos otros…
Al compartir este post en redes sociales dije:
Lapidario… imperdible!