Primero alegría, después incertidumbre, y por último miedo. Cuando recibí el e-mail del Instituto Goethe en el que me invitan al Festival de Poesía en Medellín, casi me muero de la felicidad. Después me llegó la incertidumbre: Colombia. Luego el miedo: Colombia. Por su pasado Colombia sobresale con una sombra enorme, negra carbón de lo sombría. Mi abuelita también tiene miedo. Le digo: “Abuelita, ahora allá ya no es tan peligroso.” Yo mismo no me creo ni la mitad de lo que digo, y si es por lo que dice su cara, mi abuelita me cree como tres cuartos.
Y después me encuentro en la niebla de mi jet lag en pleno lobby del Gran Hotel de Medellín. Todos mis miedos se han disipado y el director adjunto del festival me abraza de manera generosa y franca. Al siguiente día, después de dejar una gran parte del jet lag en la cama del hotel, puedo ver claramente lo que el poeta Hans Magnus Enzensberger quería decir cuando en un artículo para la revista “Du” (en español: Tú) escribió: El milagro de Medellín.
El Festival Internacional de Poesía de Medellín es probablemente el más singular de todos los festivales de poesía y al mismo tiempo, sobre todo por su historia, un pequeño milagro. Cuando el poeta Fernando Rendón creó el festival en 1991, la espiral de la violencia en Colombia había girado a tal punto en el que se pensaba que no podía seguir estrechándose más. La creación del festival fue un acto de desesperación y liberación. Las posibilidades eran rendirse o poner resistencia. Fernando puso resistencia, no, mejor dicho puso la poesía como resistencia. Cuando muchos no salían de casa al ocaso, éste organizaba lecturas siempre gratuitas, a menudo al aire libre y en todas partes de la ciudad y sus alrededores. Hasta en los lugares en los que había ocurrido antes un bombardeo. Leían públicamente y a la buena de Dios. A la final nunca les pasó nada, lo que los llenó de muchísima esperanza. La violencia es entretanto casi sólo un mito.
Entre los casi 90 escritores de 50 países diferentes impera un atmósfera muy especial. Somos más como familia o amigos que colegas. El público en Medellín es además como un regalo del que no me siento merecedor. Los ojos ardientes de agradecimiento en contraste con mi sensación de no haber dado en realidad mucho por lo que alguien pudiera estar agradecido. Sólo un par de poemas apenas traducibles y un preámbulo en español.
En Medellín todo parece haber vuelto a la calma. Ya casi nunca me siento en peligro. De vez en cuando salgo por las noches en compañía de algunos colombianos y nos sentamos a tomar cerveza en alguna fuente. Estos me explicaron que los carteles se habían repartido los barrios entre ellos y mientras todo permaneciera de esta forma, reinaría la calma. Pero esta paz no le salió gratis. A Colombia la paz le ha costado y sigue costándole mucho. Y este hecho se hace sentir con frecuencia. El número de muertos a bala este año a manos del Ejército varía dependiendo a quien le pregunte. Pero lo que más me aterroriza es la extraña conexión entre ejército y religión que a veces uno encuentra en Colombia.
Cierta vez un viento arrastró un ruido estrepitoso y vibrante hasta la puerta de mi balcón algo así como música de marcha. Arrastrado hasta la calle, me encuentro dos manzanas más adelante con un enorme desfile. Allí hay soldados y figuras de santos, y una banda militar considerablemente grande interpreta “Sound of Silence.” Casi todos los presentes agitan banderas con la imagen de Jesús. Alguien me dice que están celebrando algo así como el día del sagrado corazón y me horrorizo.
En la autopista a Bogotá hay un aviso en donde aparecen un camión sobre el cual levita la virgen María, y un helicóptero de combate armado hasta los dientes. “Lo protegemos”. Me horrorizo aun más.
En el bar del hotel circula una historia entre los poetas: Hace ocho años partió un bus lleno de poetas a una lectura a las afueras de Medellín. Poco después de haber salido de la ciudad el bus fue detenido. A este se subieron guerrilleros con metralletas. Los poetas temblaban de miedo. Al darse cuenta de esto, los guerrilleros
empezaron a hablar: “No tengan miedo que no les vamos a hacer nada. Fue sólo que oímos del festival y queríamos también poder escuchar algunos poemas.” Los poetas recitaron entonces, los guerrilleros escucharon atentamente, les dieron las gracias y dejaron al bus seguir su camino. Sin importar si esta historia es cierta o no, uno tiene la sensación de que podría serlo, ya que en Medellín la belleza de la poesía está por encima de los conflictos y hasta tiene la capacidad de dirimirlos por corto tiempo. La historia podría ser cierta, y ya esto es increíblemente mucho.
Traducido por: Adriana Redondo