Palabras como piedras

Cuando estudiaba Letras Españolas en la universidad, una batalla recurrente en nuestras aulas nos separaba en dos bandos que defendíamos posturas que creíamos irreconciliables. En un lado nos atrincherábamos los que defendíamos el arte por el arte, protegidos en nuestra torre de cristal, o al menos eso creíamos, desde la que juzgábamos la impureza de los contrincantes. En el otro extremo, desde la supuesta suciedad de la calle, los defensores del arte comprometido nos tiraban piedras dialécticas, acusándonos de frívolos. Esto sucedía a finales de los años noventas y no en los setentas, como podría pensarse, lo cual demuestra la larga vida, al menos en América Latina, de esta confrontación.

Los soldados del arte por el arte decíamos leer a Proust, a Joyce, a Kafka, y nos regodeábamos en el ejercicio masturbatorio de la metaliteratura, entonces tan de moda en las letras hispánicas. Es cierto que aquellos eran tiempos menos convulsos que los actuales, estábamos intentando constatar el dictamen sobre el supuesto final de la historia, y el mundo todavía no había dado sus dos vuelcos más recientes para amenazar con echarse a perder de nuevo: la guerra al terrorismo y la crisis fabricada por las entidades financieras. En el contexto local, a los mexicanos nos vino un vuelco adicional: nuestra realidad comenzó a descomponerse de manera aceleradísima por culpa de la guerra al narcotráfico.

En este nuevo escenario poco esperanzador, muchas veces me he encontrado repensando mis posturas, mis ideas, y recordando aquellas combativas mañanas universitarias, para llegar a la conclusión de que se trataba de un falso planteamiento. En el verdadero arte, en la verdadera literatura, no hay tal confrontación. El arte, por una parte, se basta a sí mismo, no necesita más, pero al mismo tiempo ocurre e incide en la sociedad que lo vio nacer: todo arte es político.
¿Pero qué es el verdadero arte, la verdadera literatura? La esencia de la verdadera literatura son las palabras, superando la distinición que nos sugirió Sartre entre palabras-cosas – propias de la poesía, de acuerdo con él – y palabras-signos – propias de la narrativa. Las palabras no son solo significados al servicio del mejor orador, del más hábil redactor de paradójas y sofismas. El compromiso del escritor es recuperar las palabras como cosas, sin distinción de géneros literarios. La narrativa también debería ser un espacio donde las palabras se reinventen y renazcan, un lugar que las salve del vacío de sentido al que las ha condenado su uso cotidiano, el haber servido muchas veces como armas para la manipulación.

Hay que volver a los diccionarios, ir a la calle a hablar con la gente, escuchar con infinita atención, estudiar etimología y dar cariño a nuestros filólogos. Hay que aprender nuestras palabras como si fuera la primera vez, volver a entenderlas y transformarlas, insuflarles nueva vida. Hay que ir a tocar a la puerta de quienes las han estado traicionando todos estos años, quienes han hecho del discurso un descrédito, quienes han propagado en la sociedad tanto dolor que la sociedad acaba pidiendo “hechos, no palabras”. Hay que decirles: No. El compromiso del escritor es demostrarle a la gente que las palabras no apestan, que es tan solo el mal aliento de algunos personajes que las pervierten.

Palabras como cosas. Palabras como piedras, que pueden servir de advertencia para disuadir a quienes intentan torcerlas y traicionarlas, pero también, al mismo tiempo, pueden ser la materia con la que se deja un rastro y se construye un camino – como en los cuentos infantiles: una manera de volver a casa.

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