Cosa extraña la modernidad. Me comunico más con mi gran amigo y colega de trabajo por Facebook que a través de mi natural e innata capacidad del habla. Mis dedos, así, están suplantando a mis torpes labios y mi lengua es cada vez menos imprescindible para comunicarme en esta era digital. Mantengo, cada vez más, a la palabra condenada a la penumbra. Y esto no deja de ser una paradoja para un comunicador social, peor aún si se tiene en cuenta que el escritorio de mi amigazo está a menos de un metro de distancia del mío.
¿Ya les dije que mi compañero de trabajo se llama Juan? Es un amante de los ch’utas (ritmo folklórico rural-urbano, cuyo origen es La Paz, y que se baila en las calles paceñas en Carnaval). A través de las redes sociales, Juan ha logrado captar adeptos para este ritmo en lugares tan distantes como la república Checa. Los gringuitos le piden constantemente que cuelgue en su página web videos de entradas de carnaval donde se puede ver bailar a comparsas de ch’utas como la Juventud Súper Elegantes y sus Lindas Mamitas y a los Papitos Choleros (mujeriegos) y sus Lindas Bellezas Tipo Holandesas. En fin, dice que los checos le han prometido llegar a Bolivia el 2011 para bailar ch’utas en la entrada de Carnaval. Vaya uno a saber cómo llamarán ellos a su comparsa.
Jorge me está convenciendo de que me una a uno de sus grupos en internet de salvaguarda del Santuario Ballenero Austral, donde constantemente se realiza la matanza de ballenas. “¿Y dónde está eso?”, le pregunto. “Ni idea”, me responde. Jorge no tiene ni la más mínima idea de dónde queda ese santuario. Ni siquiera conoce el mar, pero igual da. Anda mandando mensajes al mundo como “¡Dejen vivir a las ballenitas!” “¡Viva el Santuario Ballenero Austral!”.
Esas son las ventajas de ser parte de la globalidad contemporánea. Las expresiones culturales de una sociedad, sus debilidades y sus conocimientos, sus preocupaciones y sus alegrías dejan de ser sólo de su propiedad y llegan a ser apropiadas por otras. Las fronteras son cada vez más obsoletas en esta era.
Mensajes masivos, estandarizados son recibidos en el mismo momento por personas diferentes, en distintos lugares del mundo. Pero cuanto más comunicados tecnológicamente estamos, menos nos comunicamos en realidad. Es una paradoja, por ejemplo, que los escritores a los que entrevisto para el periódico prefieran que les pase las preguntas por e mail a que nos reunamos en un café para conversar. Y entonces las notas, al final, salen sin sabor. No es que estén mal, pero se nota en ellas la falta del contacto humano.
Una de las dictaduras globales es internet. Si no eres parte de Facebook no eres parte de esta aldea global. Y aquel que no está conectado a alguna red social, ni tiene un e-mail es un paria, un nadie sin identidad en esta cibercivilización. Cuanto más artefactos electrónicos nutran nuestros bolsillos, mejor. No importa que no nos sean de mayor utilidad. ¿Y los celulares? ¿Alguna vez se has puesto a pensar cuántas mentes brillantes habrán trabajado para que tengamos ese bichito con pantalla a nuestro lado? ¿Y para que lo usamos? Gran parte del tiempo, a mandar mensajes de texto. O simplemente para emitir frases que no llegan a lograr un párrafo decente: “Dónde estás”. “Ya estoy llegando”. “Espérame, espérame”. Le daremos un mejor uso, ¿no crees?