Se me dirá que es un poco simple ponerlo en estos términos, que la historia es compleja, y que es bastante frívolo subsumir a un solo elemento un fenómeno como éste. También podrá aducirse que en realidad la globalización tiene distintas dimensiones, como por ejemplo la económica. Esa de los grandes capitales que al fin de la guerra fría comenzaron a mover sus erguidas colitas y a babearse como perros ante los vestigios de carne en un hueso ingenuo y global. Capitales que gracias al avance tecnológico pudieron moverse a la velocidad de la luz: Tokio cierra, abre New York, un banco se come al otro, un perro se traga sus pelos y germina en su intestino un nuevo banco, todo en un día, en unas horas, con unas llamadas telefónicas, con un clickito del dedo índice. Podrá decirse que en el principio era el capital, pero que el trabajo no prosiguió un rumbo a su imagen y semejanza. Que a medida que la carne del hueso escaseaba, la gente comenzó a moverse por el mundo buscando algo que tragar. Que nosotros mismos, Los Superdemokráticos, somos parias errantes en este globo novedoso. Diré: si, es cierto, pero ahora quiero hablar de los humanos, de una raza que por primera vez en miles de años tiene conciencia de sí misma.
Todo empezó, tal vez, cuando a un tipo que vendía semillas en un pueblo diminuto de un pasado imaginario se le ocurrió salir a buscar compradores a unos kilómetros. O quizás simplemente con una jovencita que cansada de las recurrentes violaciones de su primitivo padre, de los golpes, de la sangre en la boca, se fue corriendo de su casa. Corriendo por caminos improvisados, por bosques, por montañas, sudando en mares eternos, llorando de soledad. Hasta que encontró a un hombre, un chino digamos, que la trató con suavidad, que supo ver en sus ojos redondos el erotismo magnético de lo diferente. Allí se estableció, comió perdices con arroz, y parió hijos amarillos y azules y sintió amor por primera vez en su vida. Otro, un tipo con las uñas sucias, con olores intensos en su cuerpo, decidió soltar todo y largarse hacia la poesía, hacia la utopía. Conoció en paisajes extraños animales exóticos, mujeres gigantes y ciclopes asesinos de pueblos enteros. En su peregrinar, supo las costumbres y las pieles más extrañas, supo la hospitalidad y la guerra, y seguramente supo también el amor.
Nada de esto es nuevo, nada de lo humano puede serlo. Olemos nuestros traseros como los perros tratando de conocernos más. Reconocernos! Buscamos en los otros lo que es nuestro y aquello que nos es ajeno, con distintos grados de placer, de compresión, de tolerancia. A veces nos sentimos a gusto con esas diferencias, y en otras ocasiones queremos ser una sola cosa homogénea. Pero a diferencia de otras épocas, hoy tenemos esta nueva rueda que nos transporta mucho más rápido que nuestros pies hacia el calor mental de los otros. Un calor que está mediado por una herramienta que convierte todo en ceros y unos. Una institución abstracta que nos iguala en cierta medida a través de un nuevo lenguaje universal. Somos carne, órganos, respiración, latido…y más que nada somos cerebros conscientes. “El aire es libre, a vos no te toco” dicen los niños para molestarse pasándose las manos cerca de la cara sin entrar en contacto. ¿A cuánta gente de la que conocemos hemos abrazado o acariciado? ¿Cuán necesario es el mundo de la materia para amar al prójimo?
Yo soy varias cosas, muchas de ellas abstractas como palabras, ideas o sueños. Y esta licuadora de sentidos, de planos, de símbolos, a la que llamamos Internet, me ayuda a acercarme a una gran cantidad de personas con las que intercambio lo que me pasa, lo que siento y lo que creo. Conozco gracias a la red a muchísima gente, a la que inclusive quiero mucho, pero que sin embargo nunca he olido ni tocado. Tanto es así, que en ocasiones me atrapa la idea de digitalizar la realidad, la mía, la de mi ciudad: digitalizar a los porteños. No quisiera fotografiarlos, filmarlos o describirlos en un lenguaje que se pueda sistematizar como las fotos, las películas o las palabras. No quisiera tampoco, procurar ninguna conclusión, ni mucho menos un viaje que me permita comentarle mis impresiones a los extraños. Sólo quisiera digitalizarlos para sentirlos más cerca, para estar seguro de que todos somos parte de la construcción de un nuevo lenguaje común. Un lenguaje que aparece ante mis ojos como infinito.