Habia una vez una Globalización

– Si ustedes me permiten, les narro una historia tal como me la contaron. Había una vez un muchacho que vivía en una ciudad muy grande. Corría el año 2010. Él nació en la Isla descrita en el Poema “La Isla en Peso” de Virgilio Piñeira, que les recomiendo. Este joven era como nuestro Morus, que le gustaba viajar, quería saber si el mundo tenía límites y cuales eran. El caso es que, cuando tuvo edad para ello, se fue a otro país. (Varios de ustedes se deben estar preguntando qué era un país, otros ya lo habrán estudiado en la clases de Poulantzas. Bueno, no les voy a quitar la oportunidad de que investiguen el tema.) Por aquellos tiempos los seres humanos habían inventado artefactos que hacían que pareciera más fácil transportarse de un lugar a otro. Lo cual, las más de las veces, era extremadamente difícil para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que habitaban el planeta, pues para poder ir de un lugar a otro se necesitaba un permiso de las autoridades pertinentes. Esta autorización se otorgaba en forma de un papelito que le estampaban a la persona que quería viajar en otra cosa que se llamaba pasaporte, esto último era un cuaderno que servía de identificación. Este joven pasó mucho trabajo en conseguir los permisos para viajar, pues había cometido el error de nacer en el país equivocado. Además en aquellos tiempos los seres humanos vivían bajo la dictadura del dinero y la mayoría de las relaciones estaban mediadas por este inefable compañero.

Volviendo al novicio. El trabajaba en un Bar de noche, iba a la universidad durante el día y escribía ensayos y textos literarios para alguna que otra revista o proyecto. Su vida transcurría en estos quehaceres.

Este joven, al que llamaremos Aukera, pasaba mucho tiempo hablando con sus amigos que estaban desparramados por todo el globo terráqueo. Sus camaradas hablaban lenguas diferentes y habían nacido en distintos lugares. Casi todos ellos tenían también el pasaporte equivocado para moverse en aquel mundo.

Los amigos de Aukera hacían teatro, otros música, otros escribían poesía y filmaban películas, otros trabajaban con minusválidos, cocinaban o renovaban edificios antiguos. Algunos de ellos no tenían trabajo y pasaban mucho tiempo caminando en círculos. Uno de estos amigos vivía en un pueblecito muy pequeño en un país del Sur. Él se llamaba Ezintasuna y hacía teatro para niños. Ezintasuna estaba muy cansado y quería irse a los países del norte, pero la autorización de viajar era muy difícil de conseguir.

Foto: Lazaro Emilio Hernandez Boffill

Él no creía que su trabajo estuviera funcionando, porque el mensaje de alegría y posibilidades que implicaba la actuación con títeres no llegaba a los niños. Ellos subsistían bajo una violencia muy fuerte. La mayoría de estas criaturas vivían en las calles y consumían drogas en lugar de comida para aliviar su hambre. Otros eran vendidos y prostituidos. Para defenderse se habían agrupado en pandillas. Un día, después de una función, uno de estos niños se acercó tímido y le dijo a Ezintasuna:

– Señor, ¿podría preguntarle algo?

– ¡Si, claro!-respondió Ezintasuna.

– Señor, ¿cómo hago para ir al mundo de los títeres, donde toda acaba bien?

Ezintasuna se quedo sin palabras. Con un nudo en la garganta le dijo:

Lo primero es construirlos, ya después poco a poco te iras adentrando en su mundo, como ellos en el tuyo.

El niño comenzó a acompañar al grupo de amigos titiriteros y con el tiempo construyó su primer títere.

Así me lo contó Ezintasuna y así se los cuento yo.

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