Son pocos los que hablan de la situación del Perú partiendo de los conflictos sociales no resueltos, eternamente postergados por su complejidad y por aquellos que se benefician de la distribución arbitraria de la riqueza y el poder. Mientras el presidente anuncia triunfal que pese a la crisis, nuestro país mantiene el crecimiento económico más alto de la región, leemos en los diarios reportes de zonas no favorecidas por este “éxito”, esporádicas noticias de pueblos campesinos abandonados sin luz, en los andes, donde se concentra la pobreza extrema.
La semana pasada se inició la identificación de los restos encontrados en la comunidad ayacuchana de Umasi, donde 25 escolares fueron asesinados hace casi 27 años. Los niños fueron sacados a la fuerza de sus casas por Sendero Luminoso para recibir adoctrinamiento militar; días después el ejército los liquidó, como parte de la estrategia antisubversiva, y los enterró en fosas comunes. Como era usual, al tratarse de mujeres indígenas detenidas acusadas de terrorismo en zonas rurales, las niñas fueron violadas antes de su ejecución.
Hoy Umasi es casi un pueblo fantasma, sin servicios básicos y una población marcada por el trauma de haber perdido a sus familiares y la posibilidad de una vida feliz, sin ninguna reparación.
Y es cierto que al final todo se reduce a polvo, pero el polvo se levanta cada vez que se remueven los escombros del pasado y la omisión.
Cómo no sentirse ciudadanos de segunda categoría, disminuidos y discriminados, cuando sus derechos y reclamos son subestimados porque la mayoría no logra acceder a estudios superiores y es quechuahablante (segundo idioma oficial del Perú y lengua nativa) en un mundo dirigido en español y entrenado en el inglés.
Prueba de eso es el caso de la parlamentaria Hilaria Supa, cuyo reciente nombramiento como presidenta de la comisión de Educación en el Congreso provocó una ola de reclamos de airados congresistas (muchos de ellos conocidos por una trayectoria tachable y por integrar la servil comitiva del gobernante de turno) esgrimiendo la falta de estudios de esta mujer, que nació en un pequeño pueblo cerca de Cusco y promovió durante décadas la formación de organizaciones populares para la defensa de los derechos de los campesinos y otras dedicadas a la educación infantil en las zonas más alejadas. Supa se considera una representante de los indígenas, de ese amplio sector que subsiste en la extrema pobreza a la espera de políticas inclusivas.
Mientras el poder adquisitivo de unos se incrementa las diferencias sociales se acentúan agudizando el encono y la delincuencia, como desesperada salida a la miseria. Acostumbrados a contemplar la corrupción cínica –y casi siempre impune- de las autoridades a todo nivel, no hay mucho respeto por el bien ajeno o el bien común.
Mientras los gobernantes se ocupan de lo que sea que hacen, el Perú tiene pendiente concentrarse en su salud mental, en ese ámbito nuestra voz es audible: hiere o sana, así como el respeto y consideración en la convivencia de todos los días.
No sé cómo influye la realidad social en los demás, pero personalmente me desagrada sentirme ambivalente respecto a algunas escenas culturales. Una incomodidad latente frente al fantasma de la oligarquía en los eventos donde exponen artistas peruanos que provienen de familias de clase alta, blancos y de apellidos extranjeros, al igual que las dueñas de la galería. No me gusta sentirme punk desde la insondable clase media al escapar de espantosas cámaras de las páginas de sociales dedicadas a perpetuar esa trastocada imagen de la gente linda y exitosa, cuyos rostros no reflejan a la mayoría de los peruanos.
Felizmente existen escenas más plurales.
Bravo, Tilsa. Estoy aplaudiendo. Un abrazo.
Gracias por tu texto – me sumo a los aplausos de Leo Felipe!
Excelente texto, sobre todo el final que es súper contundente… tenemos que pensar más seguido en cosas como estas…
Totalmente de acuerdo. Lamentablemente no se puede esperar nada de la maldita oligarquía que nos gobierna.