Mit irgendetwas muss man ja anfangen: escribimos el anio 1997. La izquierda estudiantil en la Universidad de Colonia estaba bajo la mano firme de los estudiantes de “Ciencias Regionales” (En Alemania uno puede hacer estudios culturales en áreas geográficas específicas, como sinología, japonología o estudios africanos). Ciencias de la región Latinoamérica, así se llamaba oficialmente la carrera y los izquierdistas se ocupaban de hacer marchas de solidaridad, galletas por Nicaragua, conservar el viejo romanticismo cubano y preparar el obligatorio Chili con carne (“Cada cucharada un golpe en la cara del capitalismo”). Nada para mi, eso me quedó claro muy rápido, no tenía ningún punto de encuentro con Latinoamérica, quizá con España, aunque en realidad yo era un izquierdista pop, francés por elección propia. Más allá de todas las películas Nouvelle Vague y las fantásticas novelas de los surrealistas y el Nouveau Roman que engullía, también los teóricos que influyeron en mi conciencia izquierdista venían de Francia. Los leí a todos, a los estructuralistas, los post estructuralistas, a los deconstructivistas y a los postmodernos, desde Althusser hasta Lyotard, desde Foucault hasta Baudrillard, desde Bourdieu hasta Deleuze.
A principios de los 90s llegó el momento de romper con mitos viejos y romanticismos, las ideologías llegaron al descrédito, cayó el muro, el segundo fin del mundo. “El año 2000 no tendrá lugar”, dijo Baudrillard, todas las libertades serán cambiadas por la comodidad técnica en la vida, todo se resbaló y luego fluyo, el capitalismo se proyectó a los siglos como invencible. ¿Qué libertad? de qué libertad se hablaba -al final de cuentas, parece que no existió en las naciones de Europa del este. Si bien dominaba la igualdad, funcionaba sólo como la homogenización y la represión de todos los inconformistas. La República Democrática Alemana se mostró como una camisa de fuerza, histérica. En la Alemania Reunificada, que me interesa naturalmente mucho más que países lejanos en otros continentes, se quemaban asilos para refugiados y casas, una incluso en la ciudad en la que nací: Solingen. En Colonia respondían con rituales viejos –uno iba a la calle, cantaba canciones sentidas, uno era más serio que de costumbre, uno se manifestaba-. Todo eso tampoco me gustaba. Yo quería ser escritor, ser escritor, eso lo tenía claro, antes de tener clara cualquier cosa. Y junto al amor y al sexo, al pop y la música, eran la ciudad y la política los temas que me interesaban.
Una vuelta atrás en la sensibilidad, en las certezas y dudas de la poesía comprometida de los años ochenta, no habrá, eso me quedó claro. Así qué cómo hacer literatura política? Miré en los libros franceses. ¿Cómo era eso de la libertad? Había un libro de un socialista alemán, no de la RDA, sino sueco, un “ladrillo”, un “jamón” –quizá debería aprender primero: qué es lo que les ha pasado a las ideas que me parecían buenas, qué es lo que ha sucedido con ellas, qué han hecho de ellas. Estudiar el fracaso continuo del comunismo. El libro que volvió a mis manos y que fue el que me llevé al primer viaje, tenía 26 años, fue “La estética de la resistencia” de Peter Weiss, el caminó me llevó hasta Barcelona.
Con algo hay que empezar: también de Peter Weiss es lo que estoy leyendo ahora, son sus notas, hechas en los bordes del manuscrito del gran libro. El otro libro que he comenzado a leer le pertenece a un autor latinoamericano, que vivió mucho tiempo en Barcelona y que lastimosamente ya ha muerto. Es la antípoda, el polo opuesto y necesario a Weiss. Un poco de realismo mágico y nueva narración. Es del chileno Roberto Bolaño y se llama “2666”. Creo que serán los libros que acompañaran mi trabajo y pensamientos en las próximas semana. Haber que pasa.