S., amada S., busco el bolígrafo azul o negro y no lo encuentro. Ya te habrás dado cuenta. Y te escribo a topetones, perdido ya el vicio epistolar. Las Compañías y mercaderes del agua, de lavadoras o electricidad han conservado en algo este ejercicio del carteo físico, pero comunicando de manera epigramática y numérica siempre pésimas noticias: lo que se les debe, porque siempre se les debe. Nos ha quedado el e-mail, pero nació ansioso, sus respuestas urgen siempre hoy, por lo que la letra no reposa y las respuestas siempre enflaquecen en su tranco fugaz, sin la capacidad de monologar por turnos, o masticar lentamente cada aserto hasta la obviedad. Pero no hay vuelta. Urgido y urgente te escribo, apenas producido el terremoto y maremoto que une a Chile con Japón y, sobre todo, extendida la ruina nuclear que nos separa. Cuando uno ha sentido ese miedo, lo huele a miles de kilómetros de distancia -crecer es aprender a tener miedo-. Dudé en escribirte por tantos años y me salen en la velocidad estas letras, pensando que jamás te encuentres con lo mismo de lo mismo cuando recales en este Chile, satélite de sí mismo, de digresión y carcajada obligatoria. Telúrico, sísmico, volcánico y “tsunámico” y después y quizás, nuclear: hermoso como una lápida, de vino gordo y literatura de Semana Santa.
Alguna vez debí decírtelo, para jugar y juzgar al lugar común: la energía nuclear iba a salvar al mundo. Ahora hay que salvar al mundo de la energía nuclear. Qué impostura: mira quién lo dice y sabrás a qué está conectado. Como soy el desconocido que tengo más a mano, sigo el cablecito eléctrico -y ecléctico- que ahora me enlaza contigo. Claro, no llega a una usina enorme donde se cocina el átomo, no alcanza a lo que ahora a Japón le sangra, esa fábrica de puñaladas de luz. No. Pero mi soga de la energía llega a una mega represa hidroeléctrica que ha inundado tierras indígenas ancestrales, selvas milenarias y ese zumo de biodiversidad que nos mantiene boqueando, pero con vida. Entonces, cada puñalada de esta luz, no deja ni ceja, de ser una puñalada. Que el mayor derroche lo generan las grandes empresas mineras e industriales –esas con pies de cobre y paso de siderúrgica- y no las halógenas peatonales, ni los ordenadores, ni la plancha, ni el árbol navideño, sí. Menos culpa, pero culpa = culpa, o sea. Y las estocadas de luz se producen y reproducen: el hombre, ese condenado a muerte. Ni cantinela ni monserga. Te escribo con puñaladas de luz que han aniquilado ríos. Ni peor ni mejor que usar y pagar y promover aquello que une a un núcleo, esas radiaciones ionizantes, esos isótopos radiactivos que mueven a tu Celle de infancia, a tu Berlín de bicicleta adulta. Cuchilladas de luz, Windscale, Mayak, Tokaimura mon amour. El viento, tu germano viento, con esos 13,8 Gwatts de energía eólica salvará quizás tu pedaleo, que será el de nuestros nietos.
Acá nos invaden las hidroeléctricas y las termoeléctricas a carbón porque en 10 años necesitaremos cuatro veces más energía ya para enviarte un mail, ya para dividir una montaña en dos -Barrick Gold Corporation-, ya para estrujar el último bosque de celulosa -Arauco S. A.- (y acabo de encontrar mi lápiz negro). Por eso, mi país flaco y su gobierno “saca-cuentas” ha firmado hace unas semanas un acuerdo de colaboración nuclear con E.E.U.U. Soy cómplice, hermosa S. de Celle, de esta patria chica, que vulnera sistemáticamente los tratados medioambientales y se pone violenta cuando le clausuran una fábrica de celulosa. Miedosa y mierdosa, será la patria del bolsillo lleno, la cifra alegre y la inmundicia en la solapa, que finge no entender el mundo para sacar provecho de él. Tú lo sabes, si ocurriera acá al mismo tiempo –remezón y radiación- no seremos nipones, porque nadie cree ya en la no permanencia de las cosas, en el “mono no aware” o suave dolor ante la pérdida. Nadie cree en la contención. No es ni será Japón entonces porque aquí lloraremos con esas ganas de niño que tiene boca, con esas ganas de llanto que son el primer borrador del grito.
Pero lo verás, mucho de mi sur aún se mueve a agua y leña y vamos por ahora libres de fisión y venganza de los átomos. Esos que no te dejaron salir al parque, o comer zetas en el bosque cuando el viento y la lluvia ácida de Chernóbil. Estarás aquí y lo sentirás: aún nos queda un útero verde, ingenuo y frágil que no tiene prejuicios, porque ni siquiera tiene juicios. Lo hablaremos caminando entre avellanos: vivir es ver volver. Y no sabemos cuánto falta para tener nuestro Fukushima en el abdomen de la casa, aún cuando se reproducen represas en el patio.
Sí, mi amada S., confieso que lo he pensado recordando a Jaques Rigaut: hay personas que hacen dinero; otras neurastenia; otras niños. Las hay que hacen gracia, las hay que hacen el amor, y que hacen penas. ¡Cuánto tiempo es que yo intento hacer algo! No hay nada que hacer: no hay nada que hacer. Quizás hay pocas cosas más desagradables y perversas que el cariño como impostura y la calidez humana como sustituto de la justicia. Subsidiario, en la oblicuidad de la culpa, no me solazo, lo sabes: me cuelgo de a poco. Me cuelgo porque me suspendo. En todo ahorcado a plazo hay un militante que acusa y un parroquiano que tose. No me acabo, me suspendo, porque quiero quedar de pie, equilibrándome verticalmente como un vivo: la poesía no muere, sólo duerme, diría Alfonso Alcalde.
Pero S., amada S., vendrás y aún serán tiempos amables. Se moverá la tierra de vez en cuando, como sabe hacerlo, para despertar los cuerpos ciegos. Caminarás en playas reales con aguas que se acercan y se retraen, verdes y reales como esta felicidad porque tú llegas. Lloverá limpio y copioso arbolando todas las estaciones. Será como la mejor primavera en Celle, tu pueblo de piernas largas y maderas rojas. Te escribo luego, te escribo mañana, te escribo a apropósito, para que me contestes, niña de Vladivostok, muchacha de Celle, abeja inédita.
Valdivia / Angachilla/ Otoño de 2011