Siempre me acordaré de las calles adoquinadas que comienzan delante del Colegio Alemán y que se acaban enseguida después. Del aviso: ¡Cuidado, padres conduciendo! Pasé por aquí a menudo en taxi-auto-taxi-auto en los diez días que pasamos en Bolivia. Con un pino ambientador danzante y un rosario saltarín en el espejo retrovisor del conductor. Al principio para entrar usar Internet y para tomar jugos de frutas en la Zona Sur, en San Miguel y en el Alexander Coffee. El Alexander Coffee es uno de las empresas más exitosas de Bolivia que tiene por todas partes esos modernos cafés con cibercafé donde venden brownies empacados, pero todo “Hecho en Bolivia”.
La garganta me arde, me duele al tragar, al dormir. Tengo un resfriado que agarré en la fría y lluviosa ciudad de Bogotá, donde todos los días a las dos en punto todo se vuelve gris y mojado. Después de una salteña en un restaurantico de cuatro mesas, o de una pizza en uno de esos centros comerciales que transforman la vida pública en Latinoamérica en una zona climatizada con palmeras, mi estómago, para colmo de males, empieza a gruñir. Me dio la venganza de Moctezuma : Diarrea, vómito, así se le conoce a la diarrea del viajero, que se basa supuestamente en la maldición del último gobernante de los aztecas quién pacíficamente se doblegó ante el conquistador Hernán Cortés, pero quien posteriormente fue asesinado. Nada agradable. Así entonces me paso los días en cama.
Pero me voy a acordar de los viajes en taxi-auto-taxi-auto, de la carne roja de las montañas que secas se elevan en las alturas alrededor de La Paz. De los paseos en jeep en el interior del país entre cañones de grava. Las piedras crudas, los riachuelos arenosos, en las laderas con rascacielos encima, empinados elevándose en las alturas. Las luces de noche. La escuela naval con el faro, el puesto de observación y el aparejo, en un país sin mar, directo frente a la carretera. Me voy a acordar del médico general tan amable que me quería llevar a un hospital donde no había papel higiénico. Me voy a acordar de las siestas de los trabajadores callejeros bajo los árboles de las plazas. Echados. De caras oscuras. Con brazos cruzados. De las vendedoras ambulantes de faldas anchas: 2 bolivianos por una goma de pelo, 6 por una coca cola. Del precio del euro bajando más cada día. De los tantos prestadores de servicios: vigilante de barrios ricos, cortador de césped de las isletas, carga maletas en el aeropuerto, empacador de bolsas en los supermercados, voceador de sándwiches frente a edificios de oficinas. ¿Una alternativa a los empleos de 1 euro?
Y del ático de la casa de la familia de Rery en estilo tudor con muchas ventanas, maderos, luz, en cada ventana un televisor celeste diferente: cimas de píceos, arrecifes empinados de piedra arenosa, pájaros, los perros del vecino ladrando. De la comida de enfermo: Solución salina con sabor a piña, Maizena con canela disuelta en agua, galletas de soda, además del zumbido del humificador. De los olores de la cocina de Kika, el ama de llaves proveniente del pueblo Moco Moco (“hombre pequeño de bigote grande”) a ocho horas en carro de La Paz, con un clima como en el sur de país, donde tan solo viven 30 personas. De que ella es la única que tiene privacidad en esta casa, pues su habitación la ordena ella misma.
De todo eso me voy a acordar, a pesar, o quizá porque me pasé la mayoría del tiempo tendida en la cama. Mi única excursión al centro, fue el último día por un par de horas en el Mercado de las Brujas en La Paz. Allí a los remedios solo les saqué fotos, también a las estatuas para la salud, suerte, buen viaje o sabiduría, a las ofrendas, los tés, las tinturas, las patas de llama y las canastas de hierbas. Me compré una hoja de coca plateada. La voy a llamar Moctezuma, o mejor Cuauthémoc, así se llamó su primo, quien como último gobernante de Tenochtitlán no se doblegó, sino que opuso resistencia. ¡Salmonela, adiós!
Viernes, 25. noviembre 2011