Fragmentos de intimidad

A veces creo que he perdido mi propia intimidad. En esos momentos siento que estoy percibiendo todo en una pantalla distante y parece que vivo la vida de otro. Una mudez nerviosa ante una pregunta urgente. El rostro en el espejo es una máscara nueva, mi nombre una falsificación apurada, mis amigos y familia se vuelven seres impenetrables y mi voz la dicta un desconocido. Entonces soy transparente como un vaso vacío y una pared de ruido blanco se levanta. Me siento tan raro que olvido qué significa intimidad.

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Bucear hacia adentro me pone triste.

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Hace 4 años que no puedo escribir ficción. Puedo escribir crónicas, ensayos, informes, pero ficción no. Intento forzar las palabras y logro resultados que no me convencen. ¿He olvidado lo quería decir? El show se puso muy real y algo hizo crack. Tanto tratar de borrar las marcas personales y convertirme en un hombre sin atributos (¿no era el yo la ficción más radical?) ahora no puedo acceder a la voz secreta, como si no hubiese nada en el interior. Veo que los demás mueven sus labios sin decir nada y me dan ganas de quedarme solo para tratar de escuchar la voz secreta. Soledad y silencio.

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Busco dentro de mí. Ansioso, me deshago de cada cáscara colorida como jugando con una matrioska. Me detengo de golpe por la incertidumbre de lo que podría encontrar.

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Resignado, trato de mirar la intimidad de los otros como un detective privado: qué piensa mi hermano que habla tan poco y que es un solitario nato; qué forma tiene el alma de mi novia, qué le duele, qué la hace feliz, qué se esconde detrás de todos los velos que me seducen, qué trazos se dibujan en ese pliegue último donde no hay palabras. Encuentro pistas que cuando las sostengo para leerlas se derriten como una página de arena.

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Veo tatuado en lo más íntimo de mi generación el miedo a dejar de ser jóvenes. Miedo a convertirse en gente que acepta lo más terrible como natural y que cree que todos deberían acostumbrarse. Envejecer como la consigna del enemigo. Como si la adultez fuera la última capitulación, como si convertirse en sus padres fuese una transformación peor que la del propio Samsa. O tal vez sólo sea una proyección de mis preocupaciones particulares.

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En el fondo de mí guardo un álbum de fotos en movimiento, las sombras de dos amigos que se han hecho invisibles, el escudo de la patria de la infancia, un perro que duerme bajo un árbol, la mirada benevolente de mi abuelo Tomás mientras me enseña a leer, una pastilla contra el spleen del domingo, un adoquín de una calle que ya no existe, un par de versos que siempre cambian de sentido, el pañuelo que agito cada vez que digo adiós, un puñado de envejecidas canciones ruidosas, una guitarra negra, algunas promesas. Luego de cruzar un laberinto llego a ese archivo íntimo de mi memoria.

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Llega, hablamos un poco y luego nos desnudamos. Hace frío para variar, pero los cuerpos se calientan mutuamente hasta que las temperaturas se confunden. Un cuerpo que antes era desconocido ahora irradia una familiar ilusión de complicidad. Espero que sienta, como yo ahora, tan cómodo como el holograma de La invención de Morel que se mueve con la comodidad del que no se siente observado. Me olvido por un momento de estar registrando todo a través del filtro de la conciencia, me olvido del melodrama de la identidad, de los gajes de la reproducción social, de los updates del superego, de la política. Respiro tranquilo e intimo conmigo mismo. Entre Zizek y una muchacha desnuda, la voz secreta habla.

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