Waffen – Los Superdemokraticos http://superdemokraticos.com Mon, 03 Sep 2018 09:57:01 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9.8 La muerte por delante http://superdemokraticos.com/es/laender/mexiko/den-tod-noch-vor-sich/ Mon, 22 Aug 2011 11:29:35 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=4932 No es que le gustara la guerra, es que siempre había querido matar. “La maestra”, le decían todos en el pueblo. Nadie se preocupaba de su nombre, ya lo habían olvidado y no tenían ningún interés en volverle a preguntar. Había llegado muy joven, de un pueblo tan pinche como lejano del resto del mundo. Había querido enseñarles a hervir el agua, a lavarse regularmente las manos, a protegerse para no llenarse de hijos, pero se dio por vencida. Desde que llegó ya se había dado por vencida, a sus 21 años ya era vieja, anciana, cansada. Por eso detrás de sus lentes de fondo de botella contemplaba apenas lo que tenía enfrente, enseñaba el abecedario, repetía con apatía las tablas de multiplicar, ni se inmutaba cuando los chamacos se daban de golpes adentro del salón. Ya estaba acostumbrada, cada nueva generación de huercos era peor que la anterior, pasaban de decir “pito” a decir “verga” con una facilidad increíble, de golpearse en el rostro a darse de pedradas en los huevos con singular alegría. Por eso no se sorprendió cuando, al desatarse la guerra, y al continuar, cada vez más jóvenes los que la iban armando.

Odiaba la guerra y las 50 mil muertes sin sentido, pero al igual no veía que hubiera muchas razones para aferrarse a la vida, y mucho menos en ese pueblo donde la tierra se cerraba y no entraba ninguna raiz, donde la gente vivía de caminar hasta la carretera, y mendigar naranjas, galletas a medio ruñir, sándwiches que los viajeros ya no querían. Hasta que a los pobladores del pueblo comenzaron a reclutarlos, cada vez más jóvenes. Y entonces ya hubo comida, ya hasta podían darse el lujo de olvidarse del agua lamosa y comprar agua embotellada. Siempre había querido matar, pero ya estaba demasiado vieja. A sus 35 años ya era una anciana, ya estaba agria, pasada. Así se lo dijeron, aventándola a un rincón del establo: “¡Esta qué!, esta es una pinche vieja, ya no jala”.

Fue en la calle principal, la única que tenía el pueblo, donde las agarraron. Iban al Centro de Salud, que de centro de salud sólo tenía el título garabateado encima de la puerta. La maestra, que también tenía que hacerla de médico, repartía ahí aspirinas y ampicilinas a como Dios le diera a entender. Eran tres muchachas las que la fueron a sacar de su jacal en la madrugada, hermanas las tres, y ninguna mayor de quince años. Le habían practicado a la de enmedio un aborto casero que había terminado en una hemorragia que no cesaba. Ya la muchacha no podía caminar, y estaba literalmente tirada frente a la puerta de la maestra. Con una sábana hicieron una especie de hamaca para llevarla al Centro de salud, y en esas estaban cuando los de las Hummer las vieron. Un rayito de esperanza brilló en el corazón de la maestra: quizá los hombres se apiadaran de ellas y las llevaran al hospital más cercano. Pero no, las mujeres no sólo se habían atrevido a romper el toque de queda, sino que estaban tratando de deshacerse de un cadáver (como el león cree que todos son de su condición, así lo interpretaron los hombres, pues a esas alturas del camino la chica ya había muerto).

“¡Y esta qué!, ¡esta es una pinche vieja!”, gritó uno de ellos cuando aventaron a la maestra a la camioneta. Las dos hermanas ya se habían subido, a punta de pistola. Las fueron a dejar a un establo, y ahí las tuvieron siete días, preguntándoles para quién trabajaban. A la maestra ni siquiera la violaron, para qué, si estaba vieja, seca. No había comida para ninguna, si acaso a veces, un tazón de agua puerca. Cuando a las hermanas les ofrecieron trabajar para ellos, todo cambió, ellas eran ahora las que las vigilaban a la maestra, las que comían frente a ella sin darle nada, las que aprendían a usar las armas y le apuntaban para amedrentarla.

Ella siempre había querido matar, pero no la invitaron a trabajar para el patrón, ya estaba vieja, tenía 35 años. Sabrá Dios a saber por qué, alguien se compadeció de ella y la soltaron en el monte. Sabrá Dios a saber por qué, no se murió ahí tirada, caminó kilómetros, llegó al pueblo, supo que sus clases de tablas de multiplicar y de abecedario no le interesaban a nadie. Los niños se enseñaban unos a otros a cargar y descargar las armas, a afinar la puntería.
Ella siempre quiso matar, pero nadie nunca le enseñó nada. A su edad ya estaba vieja, para matar era necesario tener 9, 14, tener la muerte por delante.

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Ahí donde duele http://superdemokraticos.com/es/laender/deutschland/wo-es-weh-tut/ Mon, 01 Aug 2011 08:30:32 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=4704 Lo que mata el silencio

Dibujo del Blog "Menos días aquí" de Elsa R. Brondo.

Yo de violencia sé en realidad muy poco, nunca he tenido un arma de fuego en la mano, a aparte de una escopeta de aire en una feria, y creo bastante a menudo que todas las personas son buenas y que sólo tienen buenas intenciones. Si me llega a suceder una vez lo contrario, analizo incansablemente en qué me pudo haber equivocado. Mi ingenua conducta se la debo a una niñez muy bien protegida a base de panqueques, de jugar al escondite en la calle y de tener prohibido ver la televisión. Y para ser sincera, la mayoría de las veces me enorgullezco de ello. Mi ingenuidad es puesta muy raras veces a prueba: vivo en un país seguro que está involucrado en actos militares cuando mucho fuera del territorio nacional (Afganistán), que ayuda a otros países con armamento, como por ejemplo con el envío de tanques de guerra a Arabia Saudita o a Angola, y que aún está en proceso de asimilación de su propia historia militar-fascista del Tercer Reich. Vivo en un barrio seguro con parques por los que uno puede caminar de noche ileso. Un amigo mío estadounidense aquí de visita me dijo fascinado: “En Los Ángeles ya hace tiempo te habrían atracado con un cuchillo.”

Claro está que en Alemania también se cometen actos violentos: intrafamiliares, criminales, discriminatorios, políticos, emocionales, de Estado, extremistas, psicológicos. El informe de la Oficina Federal de Protección de la Constitución, presentado anualmente por el Tribunal Constitucional Federal, lleva especialmente la cuenta de crímenes políticos violentos y delitos violentos en general, y se los adjudica a los grupos extremistas, no importa provistos de qué características. Con esto se procuran defender los valores democráticos de la República Federal, la cual se entiende desde la caída de la democracia alemana en la República de Weimar, como una “democracia defensora”. La policía, por su lado, vuelve a hacer un conteo de los delitos violentos. Éstos han disminuido un poco. En 2010 se cometieron 201.243, de los cuales 900 fueron homicidios. De los jóvenes se habla con mayor frecuencia como de los más violentos en público, aunque el número de crímenes violentos cometidos por éstos está en descenso. Las cámaras de vigilancia no han sido de ayuda en ninguno de los casos, pero sí lo han sido los programas de educación. Claro está que una tasa de nacimientos en descenso sirve también para maquillar las estadísticas.

En América Latina la violencia determina muchos aspectos de la vida cotidiana, bueno, por lo menos esa es la información que llega a Alemania, y no creo que sólo sea mala publicidad. Bandas organizadas controlan barrios y hasta regiones, y sus miembros, forrados en dinero, se esconden detrás de muros, protegidos por guardaespaldas, cristales blindados y alambres de púas. A los turistas se les advierte del secuestro expreso, de asaltos en buses y taxis, y los periodistas viven una vida llena de riesgos. La vida humana parece tener, para muchos, menos valor que un celular. El sistema de justicia parece impotente. Como especialmente violenta se considera la brutalidad de los carteles de las drogas y de la trata de personas. En el año 2010 se estimaron 3.000 muertos en Ciudad Juárez al norte de México.

Pero la gente ya está cansada. Después de que el poeta mexicano Javier Sicilia perdiera en el mes de marzo a su hijo, el cual, después de salir de un bar, fue secuestrado, torturado y asesinado, organizó una marcha por la paz en esta “guerra de mexicanos contra mexicanos.” En mayo se unieron decenas de miles en una marcha del silencio desde Cuernavaca, el lugar donde ocurrieron los hechos, hasta la capital mexicana. Otros autores también han decidido no cerrar más los ojos ante tantos muertos. Alicia González, coordinadora del blog mexicano Menos días aquí, el cual reúne los nombres de víctimas que mueren de manera inocente, describe su labor de la siguiente manera:

Nuestra tarea es hacer lo que las autoridades no hacen, en el sentido más humano. Ponemos nombres, buscamos detalles. … Queremos que la gente no pierda la sensibilidad humana.

El blog es parte de la página web Nuestra aparente rendición, cuyas siglas NAR hacen alusión a la palabra narcotráfico. Dicha página web reúne las noticias relacionadas con actos violentos en México y a su vez sirve de enlace para otros blogs. Muy pocos saben que el activista por la paz Mahatma Gandhi escribió dos cartas a Adolfo Hitler, en las que le pedía al dictador alemán que finalizara la guerra. Hoy día éste tal vez habría escrito una entrada en un blog. Gandhi consideraba que toda forma violenta provocaba siempre una respuesta violenta, y que aunque los nazis derrotaran a otros pueblos, en algún momento estarían sometidos a la violencia de otros: “En la técnica pacífica no hay derrotas. Consiste en “actuar o morir” sin matar y sin provocar dolor. Ésta puede aplicarse prácticamente sin recursos económicos y se defiende sin ayuda de las tácticas de destrucción que lo han llevado a usted a tal perfección. … Usted no le deja a su pueblo una herencia de la que pueda sentirse orgulloso. No puede usted sentir orgullo de una compilación de actos brutales, sea cual fuese la maestría con la que hayan sido llevados a cabo. Por esto le pido en nombre de la raza humana, ponerle fin a la guerra” (extracto de la segunda carta, 24.12.1940, citado por: Faisal Devji: The Impossible Indian, Hurst, 2011).

El Satyagraha, la resistencia pacífica, puede efectuarse también con la palabra. Este mes echaremos un vistazo con Los Superdemokraticos ahí donde duele. En el blog, en Facebook, y en nuestro Sommersalon trataremos el tema de la violencia y vamos a decir muchas palabras.

Traducción:
Adriana Redondo

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El lugar donde vivo http://superdemokraticos.com/es/themen/burger/der-ort-an-dem-ich-wohne/ http://superdemokraticos.com/es/themen/burger/der-ort-an-dem-ich-wohne/#comments Fri, 27 Aug 2010 07:04:02 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=1291 Más que la situación de mi país, me interesa la situación en la ciudad que habito. Caracas tiene entre 4 y 8 millones de habitantes, según el opinador de turno, entre 22 y 80 muertos por semana, depende del periódico o el representante del gobierno que presente las cifras; tiene siete alcaldías, pero una, la que se dice “mayor” y se supone que regula a otras cinco, no trabaja, o no la dejan trabajar, porque la séptima, que es reciente y fue creada por el poder ejecutivo, que en Venezuela domina al resto de los poderes, es del partido de gobierno y ahora la de mayor influencia. O no.

En todo caso es un pastel de dinero que va y viene y uno, ciudadano y peatón, por no ser muy pobre o muy rico o muy artista prestado al juego de la política electoral, no sabe si los recursos se destinan, y menos si llegan a donde tienen que llegar. En total son siete alcaldías, pero podrían ser seis, o cinco y media. En esta ciudad las exactitudes son poco más que un lujo inútil.

Cada una de las cinco y media o siete alcaldías tiene su sistema de seguridad preventiva, cinco de ellas cuentan con cuerpos policiales que se dividen en brigadas para detener y castigar, en caso de que lo consideren necesario, y algunas hasta regulan el tráfico y la circulación de vehículos, pese a que también existe un organismo llamado Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre que cuenta con fiscales para ejercer tales funciones. He leído, según declaraciones del que fuera presidente de esa institución en 2008, que la capital ostentaba el 40 % del parque automotor de Venezuela, y que ese año circulaban diariamente por la ciudad más de 2 millones de carros, 400 mil de ellos para cruzar de un estado a otro. Actualmente deben ser cientos de miles más, pero digamos que al sacar la cuenta resulta que uno de cada dos habitantes tiene un vehículo en Caracas.

O bueno, uno de cada cuatro. Depende.

Hasta hace un par de años, aquí la hora pico se estimaba entre las 6 y las 8 de la mañana, al mediodía, y entre las 5 y las 7 de la noche. Ahora redondeamos: entre las 6 de la mañana y las 7 de la noche, o un poquito más tarde, puedes quedar atrapado en un tráfico que va de una a dos horas. Así que si vas en tu automóvil, o en transporte público superficial, relájate, no es mucho lo que puedes hacer.

Caracas tiene muchos parques. Es una ciudad gris con lunares verdes, igual que su pelo pintado en forma de cerro gigante que mira al mar Caribe, por donde trepan los caminantes que se conectan con la naturaleza, y un cielo bastante azul. La barba y los vellos del cuerpo, por seguir con el juego, eran también montañas de árboles y terrenos diagonales y baldíos y quebradas y mucho monte, y ahora son casas construidas por sus propios habitantes, hechas de ladrillos, zinc, cemento, ilusión y, según la zona, mucho miedo cuando se cree que va a llover duro, y llueve.

En Caracas hay por lo menos 35 centros comerciales agremiados, allí están los más grandes, los del nombre chic con la consonante repetida y en cursiva; estos –está bien, voy a explicar el chiste– estos malls, junto al centenar de pequeñas edificaciones con locales comerciales de mediana monta, conforman el rasgo consumista de un espacio que registra una tajada tan grande del mercado de los teléfonos Blackberrys para América Latina, que el término socialismo no solo huye despavorido de nuestra realidad, sino que muestra sus nalgas al aire.

Como en tantas otras ciudades del continente, en Caracas el contraste es la regla. Hay mansiones de millones de dólares donde viven –algunos con dignidad, otros sin que les importe haberla perdido desde la adolescencia– ministros, representantes del gobierno, herederos con suerte y dueños de empresas, quizá cien o mil o 20 mil, ya sabemos que las exactitudes en las cifras importan poco a estas alturas, y también hay millones de ranchos, dos, cuatro o siete, donde el hambre molesta y ya se sabe que la vida es más dura en términos de la escasez de recursos. Mucho más.

¿Armas de fuego? Solo en Caracas un cuerpo policial decomisó 2166 en el primer semestre de 2009. Esto quiere decir: un promedio de doce al día. Pero si te pones a conversar con cualquiera o lees a los opinadores de turno, terminarás creyendo que entre legales e ilegales hay millones. Los conservadores dicen que hay 5 en el país. Los apocalípticos, que son más de 15. Hablamos de millones. Millones de armas de fuego, ¿alguna vez has contado hasta un millón? Adelante. Hazlo.

¿Qué importa si son tres y medio o nueve novecientos? La banda es para bajar la cara de vergüenza. En el mejor de los casos, no pensemos en eso, porque en realidad hay muchísimas otras cosas mejores en las cuales podemos aprovechar el tiempo, como en ir a bailar o emprender un viaje, por ejemplo, que aquí es muy fácil y siempre reconforta. En el peor de los casos, multipliquemos armas por décadas de indolencia y esas décadas por balas, y ahora pensemos quién se está llevando el dinero de ese tremendo negocio.

En Caracas puedes conseguir lo mejor y lo peor de las personas, me dijo hace un par de semanas una amiga francesa que tiene dos años viviendo en esta ciudad y ha vivido antes en Estados Unidos, España, Mali, Madagascar, México, Brasil y ha paseado por Europa del Este, el Cono Sur y Colombia. ¿Cómo es eso?, le pregunté: Bueno, nunca he conocido a gente tan amable y tan solidaria como los venezolanos, pero tampoco he visto tanta maldad como aquí. Créanme, al menos con ella, he tratado de figurar entre los primeros.

Con semejante bipolaridad, tomando como ciertas las palabras de mi amiga, no es de extrañar que en este lugar, además de carros, motos, armas de fuego, teléfonos celulares, parques y centros comerciales, sobren licorerías, para beber las penas y celebrar que tenemos ron y mientras haya ron hay esperanzas; peluquerías y gimnasios, para mantener la línea y alisar el cabello largo los lunes por la mañana; y enormes cadenas de farmacias donde venden desde harina de maíz hasta cámaras fotográficas, y se suele agotar el Viagra los viernes por la noche.

Me preguntan cómo veo la situación del lugar donde vivo. Allí, a muy grandes rasgos, está la respuesta. Caracas es fea, pero te atrapa porque es de una intensidad que pocas veces aburre. Es como una droga que sacude y te esconde y sabes que deberás abandonar antes de que sea demasiado tarde. También me preguntan si creo que puedo influir en ella. ¿La verdad? He sido cofundador de cuatro revistas, tres de ellas culturales, trabajé en un museo cuando creía que el arte podía llegarle a las mayorías, me sumé a apoyar el Foro Social Mundial en 2006 y también el Foro Social Alternativo, que le hacía la contra, editorialicé informaciones en un noticiario audiovisual en tiempos de altísima polarización política, redacté algunas crónicas sobre espacios olvidados en la ciudad, he organizado charlas y debates, fiestas abiertas al público, he dictado un par de talleres sobre lo que considero que es el ejemplo del buen periodismo narrativo (Martí, Walsh, Capote, Kapuscinski, Rotker, Lemebel, Monsiváis, Caparrós, Guerriero, Salcedo Ramos, Muñoz, Duque, etcétera), y en cada una de esas acciones di lo mejor que tenía, pensando primero en mí, después en mi círculo inmediato y, finalmente, en Caracas. Pero aún así, no lo creo.

No creo que pueda influir en una ciudad como esta, para bien o para mal, más allá de mi círculo inmediato y en un tiempo cortísimo. No lo creo y a veces he querido pensar que no me importa, pero la verdad es que mientras siga viviendo acá, lo voy a seguir intentando.

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