surrealismo – Los Superdemokraticos http://superdemokraticos.com Mon, 03 Sep 2018 09:57:01 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9.8 Amo el surrealismo http://superdemokraticos.com/es/themen/luge/ich-liebe-den-surrealismus/ Thu, 30 Jun 2011 21:40:31 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=4330

Me encanta ver cómo los niños desarrollan paso a paso una idea de realidad. Y siento que este proceso esta conectado con la lenta separación entre el subconsciente y el supraconsciente. ¡Y si! ¡amo el surrealismo! Y ahora que ando con mis ídolos: ¡amo a MAX ERNST!

(c) Lilli Loge

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Figuras de yeso http://superdemokraticos.com/es/laender/deutschland/gipsfiguren/ http://superdemokraticos.com/es/laender/deutschland/gipsfiguren/#comments Tue, 28 Jun 2011 14:13:16 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=4283

A veces, la verdad no es suficientemente buena. A veces, la gente merece más. A veces la gente merece ser premiada por su fe. Batman en el “Caballero Oscuro”

Mentir en español es también un verbo intransitivo. Eso quiere decir, que tiene significado por sí mismo y no necesita de otro complemento gramatical. Miento, ese es un buen ejemplo y creo que la primera vez que mentí tenía 8 años. Fue a conciencia. Vengo de una familia muy católica y de una abuela que dormía con una virgen de tamaño natural en el dormitorio. Entiendo a Buñuel y a Bateille y a los surrealistas europeos. Los entiendo íntimamente, porque mi niñez está plagada de imágenes de horror. ¡Qué protección a la infancia ni que ocho cuartos! Bolivia en la provincia de los años ochenta. Los curas de mi país explicaban al detalle todas las heridas del cuerpo de Jesús. Mi abuela entendía las lágrimas, los lagrimones de las vírgenes de luto. Me convertí al ateísmo a una edad tempranísima, gracias a la Enciclopedia Lo Sé Todo, porque nunca pude soportar las réplicas de santos troceados, que concervan como trofeos algunas iglesias.

Mentí por primera vez a los ocho años, después de que mis padres decidieran romper de un día para el otro, con su divorcio, mi educación de señorita tan cercana al Opus Dei. En la casa de mi abuela, en esa época, dios era todo poderoso y omnisciente y si yo no obedecía iba derechito al infierno. Lo más pérfido era que mi abuelo muerto, era su espía. Me acompañaba hasta en mis más íntimos pensamientos y cualquier cosa que fuera más allá de lo normal, era inmediatamente denunciada a mi abuela, con la que mi abuelo y dios hablaban de vez en cuando. Mi abuela tenía la necesidad de control. Necesitaba controlar lo que leíamos y hacíamos y pensábamos y vestíamos. Durante aquellos años su intento de domesticar el animal que todos llevamos dentro, desde el dolor de las imágenes de yeso, desde el sacrificio y desde las apariencias, porque en mi casa y mi abuela mentían a diestra y siniestra con las mejores intenciones todo el tiempo, fue brutal.

El lavado de cerebro que nos hizo fue muy efectivo. La complejidad de la historia de terror con la que nos indujo a la creencia de estar siendo permanentemente observados, hizo que durante años ni a mi primo ni a mí se nos ocurriera poner en tela de juicio su autoridad.

Sabía que los otros niños mentían, me constaban que lo hacían, pero no me parecía factible que todo aquel discurso del infierno y de mi abuelo fuera una farsa. Por todos lados colgaban cruces en las paredes de nuestro colegio católico. Habíamos llegado al punto en el que los niños de uniforme teníamos que ir acostumbrándonos a confesarnos, porque en los meses siguientes haríamos la primera comunión.

Pecado, penitencia y arrepentimiento eran las palabras más recurrentes a mi alrededor, ahora que el mundo se movía por el vestido que llevaría el día de la ceremonia. En casa la foto en blanco y negro de los abuelos sonrientes, a los primos nos resultaba inquietante. Parecía que mi abuelo te mirara directamente a los ojos, no importaba donde una estuviera dentro de esa habitación. Cuando nos portábamos mal no podíamos mirarla. Es con seguridad lo más cerca que he estado del miedo al Gran Hermano de Orwell y debo admitir que frente a la presión, no supe resistirme.

Un día a los 8 años pensé que quería asumir la responsabilidad sobre mis actos, conté en mi casa que no tenía tareas y me pasé la tarde jugando en la huerta. Por la noche aprendí lo que era insomnio, descubrí las posibilidades que tienen las pesadillas y a la mañana siguiente, comprobé en el desayuno que todo estaba bajo control. No sentía ningún arrepentimiento. Luego creí que mi abuelo era un gran tipo, después empecé a poner en tela de juicio su existencia, más allá de los cuentos de mi abuela. Yo no lo recuerdo con vida, las fotos que han quedado de él no hacen suponer que hubiera sido un hombre particularmente devoto. Además había encontrado la palabra ateísmo en la enciclopedia y opte por dejar de asistir regularmente a las clases de catequesis. Aunque nunca me lo dijeron, a nadie le molestó que no fuera. Mis padres se habían divorciado.

Así fue como comencé a jugar básquet en las horas muertas. Hice la Primera Comunión porque el Hermano Manuel tenía influencias y quería que entrara al equipo de la escuela. Le aprecio, nos saludamos en la calle y nos vamos a tomar algo, siempre que nos vemos. Ya no es cura, nunca fue un gran teólogo y su interpretación de la cuestión, pasaba por una simple frase: el hombre, se refería al ser humano, vive por sus actos, no por su fe. Así pues, mientras uno sea consciente de sus actos y sepa por qué hace las cosas, todo bien. El ateísmo es una más de las opciones que nos da la fe.

Mi Primera Comunión fue una pantomima. Me río en Berlín de la cara de terror que tengo justo antes de comulgar, por estarle mintiendo a todo el mundo. Nunca he sabido estar a la altura de las grandes ceremonias, eso sí con 8 años descubrí el poder de las palabras y la necesidad de inventar historias consistentes, a prueba de preguntas sagaces. En eso consiste tener poder en primera instancia, en ser capaz de inducir al otro a error o a cualquier acción y renunciar voluntariamente a ejercer ese poder, es tal vez, el único acto verdaderamente revolucionario que podamos exigirnos a nosotros mismos. La doble moral destinada a salvar las apariencias es parasitaria y a menudo sólo la sostiene el miedo a ser con el que nos educan.

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