Pese a tanto desplazamiento, mis bolsillos viven vacíos, como espejos de mi cuenta corriente y en claro contraste con mi tarjeta de crédito, que casi muere de tanto inflarse; por eso quise regresar otro par de meses a la unidad de investigación de Últimas Noticias, el diario de circulación nacional de mayor tiraje en Venezuela, donde entre enero y febrero cumplí con rigor media docena de buenas pautas, una de ellas sobre la situación de los haitianos en mi país, luego del terremoto que demostró que siempre se puede estar peor. Pero no había espacio, así que he tenido que inventarme algunos talleres sobre creación literaria y crónica periodística, en los que leeremos a autores nacidos en lugares tan distantes entre sí como Praga, Estambul y Washington.
Mi hija de casi dos años, que adora –como se adora a los dioses– la canción que Shakira interpretó y bailó para animar el mundial de Sudáfrica y que ya antes habían cantado Las chicas del can, ese extraño y palpitante experimento musical nacido en Santo Domingo, estrenó esta semana una guardería que tiene como imagen principal a un animal que quizá no haya pisado suelo patrio ni por accidente: un canguro. Desde ese mundial de final europea, he conocido a una catalana que vivió en México y viaja constantemente a Los Pirienos, a una nieta de portugueses e italianos, a otra nieta de italianos y gallegos, y a una francesa de abuelos franceses y vietnamitas que se mudó de país por décima segunda vez; a unas las veo de vez en cuando y con las otras dos me mantengo en contacto gracias a la tecnología. Eso lo sabe mi compañero de casa, que es un gran creativo publicitario y tiene talento y experiencia, además de humildad, pero ha decidido que necesita un sueño y cumplirlo pasa por irse a estudiar cine en Nueva York o en Europa del Este. Hay un tema con el idioma, negro, le digo. Catire, me responde, eso es lo de menos, para el que quiere aprender, las fronteras no existen. Yo creo que me dice eso porque es un romántico, que él, que ya vivió en Chicago, también sabe que las fronteras existen al igual que los idiomas y los pasaportes y las culturas e idiosincrasias, con sus resistencias y pasados y miradas torvas, y que esto de la globalización lo inventó alguien que necesitaba hacerse notar o vender algo, porque yo no sé cómo un mortal de este lado del mundo podría estar en contacto con tantas culturas al mismo tiempo, sin tener ni siquiera un ticket para el Metro en su bolsillo ni un televisor en su cuarto.
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