Postdemokratie – Los Superdemokraticos http://superdemokraticos.com Mon, 03 Sep 2018 09:57:01 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9.8 En el colegio electoral http://superdemokraticos.com/es/editorial/im-wahl-lokal/ Sun, 29 Aug 2010 15:32:22 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=1355 Cuando mis padres van a votar se visten de domingo, como antes lo hacía la gente en los pueblos para ir a la iglesia, van silenciosos y reverentes hasta el final de nuestra calle. Hasta el colegio electoral instalado en una escuela primaria, una construcción de hormigón de los anhos 60. Así demuestran que la articulación de su voz no es simplemente una obligación, sino también un ritual que define a todo ciudadano en primera intancia como ciudadano. Recuerdo el lugar donde voté la última vez (pero no como iba vestida) y se trataba de un referendum en Friedrichshain- Kreuzberg, el barrio de Berlín en el que vivo. En esa ocación estaba en juego una franja de costa sobre el Spree -el río que cruza la ciudad- en la que habían bares, frabricas abandonadas y espacios verdes que fue vendida a investores por el gobierno de la ciudad. En el futuro tendran su sede en ese lugar grandes empresas de medios de comunicación, que quieren cercar el acceso al río, privatizar el espacio – y quitarle así al barrio un lugar público y agradable para los vesinos. En el referendum el 87% de los votos estuvieron en contra de los planes de inverción, pero en las negociaciones ese resultado fue simplemente ignorado.

Sigo enojada por eso. Me dí cuenta de la poca influenca que tienen las elecciones democráticas y los movimientos sociales en la política, de que vivimos en una „postdemocracia“, según la define el politólogo britanico Colin Crouch. Elites económicas, grupos de lobbyistas y asesores toman las desiciones, porque el Estado se retira cada vez más de su tarea de asistir al ciudadano. Crouch pide que se creen nuevas identidades ciudadanas.

¿Cómo podrían verse? Emma Braslavsky sugiere un posicionamiento cotidiano como „Ciudadano-Individuo“, que se caracteriza por la adaptación y la resistencia. Lizabel Mónica se siente llamada a nalizar las „frases politicamente inactivas“ en el texto de Rene Hamann. Nesecitamos pues, un permanente ensanchamiento de nuestra conciencia. Solo en la medida en que las realidades son reconocidas y adecuadamente descritas pueden modificarse, ya sea en Megacities, como las de Leo Felipe Campos o Calos Manuel Velázquez o atravez de „objetos mágicos“ (Fernando Barrientos), con los que se consigen lugares imaginarios autogestionados y con eso una retroalimentación en la que interviene la realidad. Tomar una libro en la mano, es algo que podemos elegir.

Si „ciudadano“ es un concepto usado y antiguo, uno que ya en su forma primitiva era elitario, ya que solamente hombres poderosos podían elegir en la Polis, tenemos que reciclar al ciudadano, lo digo así en nombre de los alemanes, que siempre queremos reciclarlo todo. Si nos ponemos juntos a pensar, podríamos hacer de los „No-Lugares“ (Karen Naundorf) ahora a menudo muy virtuales, en los que el sujeto se siente libre, pero en los que al mismo tiempo está „permanentemente ausente“, nuestros bares habituales. Con eso no quiero proponer una vuelta la cultura original, sino a una cultura de la comunidad. Todos necesitamos nuestro lugar en el que augmented reality, en el burguésamente cotilleemos (Luis Felipe Fabre) y presentemos nuestras posiciones. Donde seamos nuestros propios representantes.

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Sobrevivir el día http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/den-tag-uberleben/ http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/den-tag-uberleben/#comments Sun, 20 Jun 2010 18:35:13 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=233 La vecina de mi abuela juró hasta la muerte que dos de sus hijos eran del mismo padre, aunque había evidencias circunstanciales y físicas que indicaban lo contrario. Uno era moreno y de ojos rasgados, silencioso, tranquilo, igualito al vecino. El otro era rubio y revoltoso, dispuesto a pelearse con cualquiera para defender la mitología familiar a puño cerrado.

Ser inmigrante es tener dos historias. Y teniendo más de una, se conoce que cada historia se compone de más o menos los mismos ingredientes: hechos comprobados, aspiraciones grandiosas, vergüenzas pueblerinas y orgullos mal encaminados. Y ante la duda, no falta un puño cerrado para mantenerlo todo vigente. La historia es la mitología que la gente necesita para sobrevivir hasta el final del día.

Vine a los Estados Unidos sintiéndome agredida por los antecedentes. Creciendo en una familia centroamericana de izquierda, con amigos de izquierda y libros de izquierda, nuestra visión de los Estados Unidos siempre fue una: la política. Nuestra historia conjunta es la de la explotación de los recursos y el apoyo a los regímenes violentos, el aplastamiento de los movimientos populares y el sostén de las dictaduras. El turismo depredador, la basura cultural, la atolondrada guerra contra las drogas. Vine preparada para el racismo, el egoísmo y el consumo, porque esa era la mitología que necesitaba para poder venir. Estaba menos preparada para la solidaridad, el respeto, la profunda alegría, las luchas de los invisibles. En fin, para las sorpresas de la historia.

En mis primeros meses de inmigrante, sin poder trabajar legalmente, me dediqué a andar por la ciudad y para establecer alguna prueba de residencia, lo primero que hice fue sacar un carné de la biblioteca pública. En mi país de origen las bibliotecas públicas son un agradable recuerdo del pasado, como los telégrafos. Sabemos que fueron importantes, útiles y posiblemente queden algunas en funcionamiento, pero la falta de uso (eso, y que carecen de todo presupuesto) básicamente las han borrado del imaginario colectivo. En esta biblioteca enorme, rodeada de personas sin hogar que merodean por los pasillos, me puse a leer.

La ciudad fue mi introducción sesgada a los Estados Unidos. Leí sobre la fundación de los jesuitas, sobre la fiebre del oro, sobre los marineros que se emborrachaban en un bar y despertaban en un barco camino a Shanghai. Leí a los poetas beat y hablé con hippies que protestaron en Berkeley en los 60s, los que marcharon por los derechos de los homosexuales junto a Harvey Milk. Recorrí los anónimos parques industriales donde vive la Internet. “San Francisco no es los Estados Unidos”, me advirtieron todos. Es verdad.

Ya trabajando con un grupo local me tocó viajar al centro de California, una extensa región agrícola donde el aire huele a alcachofas, a fresas y a espinacas. Conocí a dos de las numerosas familias de campesinos Hmong que inmigraron a principios de los ochenta. Conocí a una mujer salvadoreña recién llegada, que cosechaba cebollas bajo un sol alucinante. Vi los mapas de cuando todo esto era México y los inmigrantes eran los demás. Conocí Los Ángeles, una ciudad apocalíptica que, gracias a las maravillas del cine, se inventó un espacio-tiempo propio y esclusivo: una fábrica de historia.

Luego vino Nueva Inglaterra, donde está la historia que sale más en los libros norteamericanos, de señores con pelucas blancas. Aquí es donde fue a parar el Mayflower, que debió ser el navío más grande del mundo tomando en cuenta la cantidad de americanos que aseguran descender directamente de uno de los pasajeros. Descubrí que muchos estadounidenses aman la genealogía y se obsesionan por saber su origen, como mitología de apoyo. Los latinoamericanos generalmente nos encogemos de hombros y preferimos no alborotar a los monstruos del pasado.

Conocí Nueva York y Washington DC, donde las noticias dicen que está pasando la historia. No vi que pasara nada. No vi más que un montón de gente: gente pobre, gente de mucho dinero, gente con intereses pequeños, con responsabilidades enormes. Gente persiguiendo lo que cree que es la felicidad. Gente que extraña su hogar verdadero. Gente que nunca quiso venir, que se equivocó, o que no se podría ir jamás. Millones de historias individuales que de alguna forma, en los silencios entre una y la otra, van dibujando el curso de la historia colectiva.

Y una vez, en un otoño húmedo de pantano, conocí Nueva Orleans. Vi las cercas, los muros, los postes donde quedó marcada como una línea la altura del desastre de Katrina. Vi a un hombre tocando jazz y llorando, directo en el saxofón. Recordé a Harriet Jacobs, una esclava escondida por siete años en un ático estrecho, viendo a sus niños crecer esclavos por un agujerito en la madera. Por la ventana del tranvía me imaginé los uniformes de la esclavitud, las casas de la esclavitud, los dolores de la esclavitud que aún no se apagan y las extensas mitologías que hubo que inventarse para sostener la injusticia y la miseria por tantos siglos.

La próxima semana empezaré un viaje por algunos estados del centro de los Estados Unidos que parecen todos iguales en el mapa. Si las cosas salen bien atravesaremos Nevada, Utah, Wyoming, Nebraska, Iowa, Illinois y Michigan. No tengo idea de qué significa eso, supongo que tendré que encontrar alguna biblioteca. Tengo algunas referencias vagas, sé que veré un desierto, muchas planicies, un par de ciudades, muchos campos de maíz industrial. Sé que veré Detroit, la ciudad automotriz en decadencia que ha sido tomada por artistas y activistas, a falta de trabajadores. Voy detrás de la historia de un país que ya no existe.

La pobreza, la esclavitud, la exterminación de los pueblos indígenas, la opresión de las mujeres dejaron un país lleno de heridas, que no se termina de encontrar en su enorme territorio. Cuando yo llegué vine a un Estados Unidos destrozado por sus propias guerras, que terminó de cabeza en sus trampas económicas, donde millones y millones de vencidos han sido eliminados de los libros. Donde las personas sin hogar merodean los pasillos de la biblioteca pública. Un país escaso de esperanzas que a la vez insiste en un optimismo irritante y testarudo.

Poco a poco me voy haciendo mi propia mitología de este territorio que ahora es mi casa. Una combinación de lo que pensaba antes y lo que sé ahora. Aunque a veces pierdo la paciencia y no entiendo nada, me sentiría huérfana viviendo sin el abrazo de la historia, la mía propia, la que está en los libros, la que me cuenta la gente, la que voy fotografiando por la ventana del auto un domingo de carretera. Al final la historia soy yo, viviendo aquí con otros, empujando el mundo para donde va.

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La escritura rellena las carencias http://superdemokraticos.com/es/poetologie/schreiben-kompensiert-lucken/ http://superdemokraticos.com/es/poetologie/schreiben-kompensiert-lucken/#comments Sat, 12 Jun 2010 12:58:04 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=171 Mi abuela siempre decía que la gente que escribe se siente fuera de la sociedad, o que intentaban revestir algo, alguna locura, una anomalía. No están en disposición de dialogar razonablemente, por eso debían gritar escribiendo cosas absurdas, porque no podían aceptar la menor contradicción. Pasé a su lado los años más tiernos de mi infancia, mi padre había perdido la memoria dos años después de mi nacimiento, las conexiones sociales estaban cortadas. Él necesitaba tiempo para reconstruir la imagen que tenía de sí mismo, todavía se estaba reacostumbrando a mi madre y hermana y no conservaba ningún recuerdo de mi procreación. En estos años con la abuela me aferré a la poesía oral, hice rimas de la mañana a la noche y me cuidé de llevarlas al papel. A menudo repetía durante todo el día los mismos versos, para no olvidarlos.

Una mañana (tenía 13 años y vivía desde hacía unos años con mis padres y mi hermana) me desperté y ya no comprendía mi vida.  Por supuesto, le sigo echando también la culpa a las hormonas. En un país en el que uno ensaya el pensamiento dialéctico, yo intentaba la contradicción (que de repente me tomé en serio a todos los niveles y que antes simplemente había aceptado) de  equilibrarlo cognitivamente. Cogí papel y bolígrafo y escribí; en principio a escondidas, no quería alterar a mi abuela. Después, cuando ella murió seguí a escondidas, porque los textos entraban en contradicción con el comportamiento del discurso, no entendí entonces que el pensamiento dialéctico se identificaba con la aceptación. La conversación con los demás siempre era difícil, escribir rellenaba las carencias, los huecos que debía dejar.

Hasta hoy en día son las carencias, la materia oscura, las que me encadenan al portátil. Proceden de impulsos que eructo con la acidez de mi estómago, no de reflexiones o percepciones producidas por mi cerebro. Con esto, a menudo todo se vuelve anacrónico. Para mí, el presente no brota de un desarrollo temporal lineal, sino de una anatomía específica de lo visible y lo invisible. “Hoy” es sólo un concepto para definir determinadas relaciones con lo visible. Desde hace más de diez años, en mi trabajo como autora, comisaria cultural y filósofa me centro en el escapismo: esto es, en las posibilidades y necesidades de la negación de la realidad y las estrategias de supervivencia, así como en el conflicto entre las memorias privada y colectiva, y el conflicto entre el espacio de maniobra humano y el afán regulatorio del sistema sociopolítico.

¿Es posible que nosotros, en el Oeste, todavía padezcamos un pensamiento totalitario, porque nos han hecho creer que la democracia es un software que se puede instalar y organizar? ¿Es acaso en realidad la democracia un sistema abierto, con una poderosa fuerza de autorregulación que no se debe sobreregular? En una democracia, ¿no debería lo individual estar quizá más centrado en sí mismo y ser fomentado? La democracia ya no admite discusión. Para mí, eso es un error. Precisamente porque en el Oeste nos hemos acomodado, somos los más amenazados de tomar tendencias postdemocráticas…

No, no sufro cuando escribo, martirizarme no es lo mío, siempre he disfrutado de la escritura y así ha sido hasta ahora. Si acaso perdiera el placer de escribir y tuviera la impresión de sufrir por ello, lo dejaría inmediatamente. Y el placer que tengo al escribir, bien se lo merecen los lectores.

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