Volviendo al novicio. El trabajaba en un Bar de noche, iba a la universidad durante el día y escribía ensayos y textos literarios para alguna que otra revista o proyecto. Su vida transcurría en estos quehaceres.
Este joven, al que llamaremos Aukera, pasaba mucho tiempo hablando con sus amigos que estaban desparramados por todo el globo terráqueo. Sus camaradas hablaban lenguas diferentes y habían nacido en distintos lugares. Casi todos ellos tenían también el pasaporte equivocado para moverse en aquel mundo.
Los amigos de Aukera hacían teatro, otros música, otros escribían poesía y filmaban películas, otros trabajaban con minusválidos, cocinaban o renovaban edificios antiguos. Algunos de ellos no tenían trabajo y pasaban mucho tiempo caminando en círculos. Uno de estos amigos vivía en un pueblecito muy pequeño en un país del Sur. Él se llamaba Ezintasuna y hacía teatro para niños. Ezintasuna estaba muy cansado y quería irse a los países del norte, pero la autorización de viajar era muy difícil de conseguir.
Foto: Lazaro Emilio Hernandez Boffill
Él no creía que su trabajo estuviera funcionando, porque el mensaje de alegría y posibilidades que implicaba la actuación con títeres no llegaba a los niños. Ellos subsistían bajo una violencia muy fuerte. La mayoría de estas criaturas vivían en las calles y consumían drogas en lugar de comida para aliviar su hambre. Otros eran vendidos y prostituidos. Para defenderse se habían agrupado en pandillas. Un día, después de una función, uno de estos niños se acercó tímido y le dijo a Ezintasuna:
– Señor, ¿podría preguntarle algo?
– ¡Si, claro!-respondió Ezintasuna.
– Señor, ¿cómo hago para ir al mundo de los títeres, donde toda acaba bien?
Ezintasuna se quedo sin palabras. Con un nudo en la garganta le dijo:
–Lo primero es construirlos, ya después poco a poco te iras adentrando en su mundo, como ellos en el tuyo.
El niño comenzó a acompañar al grupo de amigos titiriteros y con el tiempo construyó su primer títere.
Así me lo contó Ezintasuna y así se los cuento yo.
]]>Pese a tanto desplazamiento, mis bolsillos viven vacíos, como espejos de mi cuenta corriente y en claro contraste con mi tarjeta de crédito, que casi muere de tanto inflarse; por eso quise regresar otro par de meses a la unidad de investigación de Últimas Noticias, el diario de circulación nacional de mayor tiraje en Venezuela, donde entre enero y febrero cumplí con rigor media docena de buenas pautas, una de ellas sobre la situación de los haitianos en mi país, luego del terremoto que demostró que siempre se puede estar peor. Pero no había espacio, así que he tenido que inventarme algunos talleres sobre creación literaria y crónica periodística, en los que leeremos a autores nacidos en lugares tan distantes entre sí como Praga, Estambul y Washington.
Mi hija de casi dos años, que adora –como se adora a los dioses– la canción que Shakira interpretó y bailó para animar el mundial de Sudáfrica y que ya antes habían cantado Las chicas del can, ese extraño y palpitante experimento musical nacido en Santo Domingo, estrenó esta semana una guardería que tiene como imagen principal a un animal que quizá no haya pisado suelo patrio ni por accidente: un canguro. Desde ese mundial de final europea, he conocido a una catalana que vivió en México y viaja constantemente a Los Pirienos, a una nieta de portugueses e italianos, a otra nieta de italianos y gallegos, y a una francesa de abuelos franceses y vietnamitas que se mudó de país por décima segunda vez; a unas las veo de vez en cuando y con las otras dos me mantengo en contacto gracias a la tecnología. Eso lo sabe mi compañero de casa, que es un gran creativo publicitario y tiene talento y experiencia, además de humildad, pero ha decidido que necesita un sueño y cumplirlo pasa por irse a estudiar cine en Nueva York o en Europa del Este. Hay un tema con el idioma, negro, le digo. Catire, me responde, eso es lo de menos, para el que quiere aprender, las fronteras no existen. Yo creo que me dice eso porque es un romántico, que él, que ya vivió en Chicago, también sabe que las fronteras existen al igual que los idiomas y los pasaportes y las culturas e idiosincrasias, con sus resistencias y pasados y miradas torvas, y que esto de la globalización lo inventó alguien que necesitaba hacerse notar o vender algo, porque yo no sé cómo un mortal de este lado del mundo podría estar en contacto con tantas culturas al mismo tiempo, sin tener ni siquiera un ticket para el Metro en su bolsillo ni un televisor en su cuarto.
]]>Ninguna bandera me place. Si se acaba el agua en el medio oriente, yo me devuelvo a Venezuela. Si se inicia otra guerra, si un atentado me toca de cerca, si el mediterráneo arde de medusas, si la tan prometida bomba atómica por fin recala por estos lados, yo me devuelvo a mi casa. Pero mi casa no es ya mi casa, sino un campo de batalla en el que la violencia y el hampa le van ganando con muchísima ventaja a cualquier buena intención. Venezuela va cuesta abajo en su rodada por / o a pesar de ese invento llamado “socialismo del siglo XXI”. Una doctrina supuestamente novedosa, pero que está asentada en viejísimos conceptos y palabras.
Desde hace diez años el Estado está ocupado en cambiarle el nombre a los ministerios, los institutos, los departamentos, los bancos, las plantas de televisión, la moneda. Todo debe tener un nombre de acuerdo a la nueva realidad política. Y yo ya no sé cómo se llama nada. Mientras tanto la primera plana de un diario de gran circulación muestra una realidad dolorosa: En la foto rebozan los cuerpos desnudos de una decena de muertos que no caben en una morgue repleta y por eso están amontonados en algún pasillo. Todos fueron asesinados por el hampa durante un fin de semana cualquiera en Caracas. Cuerpos descomponiéndose, sin nadie que les cierre los ojos o los prepare para la fosa (común, por supuesto). Una guerra. Si alguien dice que ya no se puede vivir por tanta violencia, a un ministro le causa risa. Tal vez mande a cerrar a ese periódico por escatológico en cuanto pueda reponerse de su gran carcajada.
La misma carcajada con la que una soldada del ejercito israelí se retrata rodeada de detenidos palestinos amarrados y vendados. El mejor período de su vida – así lo escribe en su página de Facebook, donde publica la ya célebre foto que le hace saltar a la fama. En mis dos países abunda la carcajada, por lo que se ve. Y los cadáveres. Y los secuestros. Y los detenidos. Y los presos políticos. Y las guerras. Y las guerrillas. En Venezuela hay más hambre, eso sí. Y una miseria milenaria que a nadie le duele. Mi participación ciudadana es nula. Vivo en mi país imaginario, mi país virtual, mi submarino atómico, mi asteroide B612. Si hay una guerra, cierro las ventanas para no escucharla. No reciclo la basura, no cuido el agua, espero que el agujero en la capa de ozono esté lo suficientemente grande como para tragarse todas las injusticias. No marcho en pro de ninguna minoría, pues soy la minoría de las minorías. Nadie marcharía por mí, de la misma manera en que nadie cree que mi opinión política tenga algún valor estando yo tan lejos, siendo yo tan extranjera.
]]>