El cuerpo es un tirano. Una trampa, una trampa maldita. Nos condena a despedir cierta música. Algunos destilan música ligera, nosotros música norteña. Desde Tijuana a Tamaulipas, el narcocorrido es la ley. Nada nos libra de esa anatema. Todo empezó con la tradicional música de acordeón y bajo sexto. Monterrey, Nuevo León, es considerado la capital mundial de la música norteña. El corrido, el bolero norteño, la polca y el shotiz, eran la representación del cuerpo del antiguo norteño. Ahora, el cuerpo del posnorteño es identificado con el narcocorrido.
No puedo imaginar a un güero o a un japonés pegarle al pasito duranguense. Qué taxonomía, sino es la norteña, exige al grupo Exterminador o a Los Tucanes de Tijuana . El cuerpo cubano pide son, el chilango salsa, el norteño taconazo. Es bien sabido que en Coahuila, Sonora, Durango, Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León, Baja California Sur y Baja California Norte nada es más preciado que viajar en troca por el desierto con un Tecate de 16 onzas entres los güevos y en el estéreo un disco de Los cadetes de Linares.
No consigo concebir para mi cuerpo otras historias que no sean las que narran las canciones norteñas: historias de cuatreros, pistoleros y narcotraficantes. La tragedia griega le ha quedado chica a mi Levi’s 559 36 X 30. Cómo no exhibir este cuerpo bragado y atrabancao que gusta de las piqueras si la música de El viejo Paulino es mi pan de cada día. A mi fisonomía no le vienen otros ritmos, no está diseñada para otros estilos.
Sombrero vaquero, cinto piteao, bota de avestruz, pantalón de mezclilla, camisa Wrangler y música de Los Tigres del Norte podrán ser el atuendo obligado del norteño, pero estos cuerpos no se hallan a gusto en otra traza. Todos, desde el más morrillo hasta el más malilla somos un grupo de fantasmas que encuentran en la música norteña su carne y su hueso.
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