Costa Rica – Los Superdemokraticos http://superdemokraticos.com Mon, 03 Sep 2018 09:57:01 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9.8 Volver atrás ni para tomar impulso http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/nicht-einmal-schwung-holen-in-der-vergangenheit/ http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/nicht-einmal-schwung-holen-in-der-vergangenheit/#comments Mon, 05 Jul 2010 12:14:51 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=328

No me interesa la nostalgia. Los que afirman que todo tiempo pasado fue mejor, tienen que ser estúpidos o haber vivido en un pasado en que eran de la etnia, género y clase dominante, y sus recuerdos tienen que ver con las maravillas otorgadas por el poder y las normas. Todos los demás, los que tenemos la mala pata de no dominar ni a la menor de las bestias, sabemos que la tenemos un poco mejor ahora y que con suerte el paso del tiempo nos será generoso.

Quizás lo que me irrita es que la gente con nostalgia histórica siempre se asume del lado de los vencedores, de los sobrevivientes. La gente se imagina como parte de la corte de María Antonieta, no en las calles de París peléandose por un hueso con un perro. Nadie se imagina a si mismo muriendo de parto a los 16 años o de viejo a los 35. Nadie sueña con volver al olor de las calles sin sistema de alcantarillado, los viajes entre asesinos y violadores en un barco pirata, seis hijos muertos de rubeola o golpeados por la polio. A la desgracia de ser mujer, negro u homosexual en prácticamente cualquier época, incluida la nuestra.

En el sur de los Estados Unidos la gente se organiza en clubes que se dedican a realizar elaboradas recreaciones de diversas escenas de la guerra civil estadounidense, la que acabó con la esclavitud por ahí de 1865. Cada club se dedica a su propio subtexto: a algunos les interesa el realismo apegado a los hechos, otros se ponen creativos e inventan finales alternativos para las batallas perdidas, otros nada más quieren dispararle a sus vecinos. Los hombres adquieren rangos verdaderos, invierten en uniformes y armas auténticas. Las mujeres también actúan: cocinan para las tropas y alivian a los heridos con un sombrerito en la cabeza. (No tengo idea de si hay afroamericanos participando en este circo, pero yo no lo haría a menos que fuera por una generosa cantidad de dinero). Toda esta gente vive en un loop histórico que cada año repite la derrota de sus antepasados y trata de rescatar las cenizas del privilegio perdido.

Hay un montón de gente en mi país que quiere volver al pasado, con la particularidad de que es un momento que nunca existió. El pasado verdadero está lleno de pobres sin zapatos ni escuela, pueblos abandonados en medio de la selva, una pasividad popular espantosa, un racismo recalcitrante, un clasismo deprimente y una administración del estado que se asemejaba más a la de un pequeño abastecedor rural. Pero nadie quiere vivir ahí, sino en la Costa Rica imaginaria donde presumiblemente todos éramos descendientes directos de un bondadoso Europeo, amantes de la democracia, constructores de majestuosas ciudades, promotores de la paz y sabios conservacionistas de los recursos naturales desde que Cristóbal Colón llegó a maravillarse con las riquezas de nuestras costas.

Personalmente prefiero vivir en el futuro, con robots y naves espaciales. No me interesa volver a ninguna época ni a ninguna parte. Nunca hubo un tiempo mejor que este ni uno más importante ni siquiera uno tentativo, que fuera relevante. Al final, la historia sirve para mantener la ilusión de que los seres humanos somos esenciales, que sin nosotros el planeta no tendría sentido. Qué sería de todos estos parajes solitarios sin nuestra intervención, guiada por la mano de diversos dioses? La historia nos ayuda a sentirnos menos microscópicos en el gran esquema de las cosas. Cuando nos dicen que la tierra donde estamos parados tiene 4.53 billones de años nos encogemos de hombros colectivamente, pero el país vecino corre la frontera cien metros en un libro de texto, y a ver la que se arma.

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Sobrevivir el día http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/den-tag-uberleben/ http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/den-tag-uberleben/#comments Sun, 20 Jun 2010 18:35:13 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=233 La vecina de mi abuela juró hasta la muerte que dos de sus hijos eran del mismo padre, aunque había evidencias circunstanciales y físicas que indicaban lo contrario. Uno era moreno y de ojos rasgados, silencioso, tranquilo, igualito al vecino. El otro era rubio y revoltoso, dispuesto a pelearse con cualquiera para defender la mitología familiar a puño cerrado.

Ser inmigrante es tener dos historias. Y teniendo más de una, se conoce que cada historia se compone de más o menos los mismos ingredientes: hechos comprobados, aspiraciones grandiosas, vergüenzas pueblerinas y orgullos mal encaminados. Y ante la duda, no falta un puño cerrado para mantenerlo todo vigente. La historia es la mitología que la gente necesita para sobrevivir hasta el final del día.

Vine a los Estados Unidos sintiéndome agredida por los antecedentes. Creciendo en una familia centroamericana de izquierda, con amigos de izquierda y libros de izquierda, nuestra visión de los Estados Unidos siempre fue una: la política. Nuestra historia conjunta es la de la explotación de los recursos y el apoyo a los regímenes violentos, el aplastamiento de los movimientos populares y el sostén de las dictaduras. El turismo depredador, la basura cultural, la atolondrada guerra contra las drogas. Vine preparada para el racismo, el egoísmo y el consumo, porque esa era la mitología que necesitaba para poder venir. Estaba menos preparada para la solidaridad, el respeto, la profunda alegría, las luchas de los invisibles. En fin, para las sorpresas de la historia.

En mis primeros meses de inmigrante, sin poder trabajar legalmente, me dediqué a andar por la ciudad y para establecer alguna prueba de residencia, lo primero que hice fue sacar un carné de la biblioteca pública. En mi país de origen las bibliotecas públicas son un agradable recuerdo del pasado, como los telégrafos. Sabemos que fueron importantes, útiles y posiblemente queden algunas en funcionamiento, pero la falta de uso (eso, y que carecen de todo presupuesto) básicamente las han borrado del imaginario colectivo. En esta biblioteca enorme, rodeada de personas sin hogar que merodean por los pasillos, me puse a leer.

La ciudad fue mi introducción sesgada a los Estados Unidos. Leí sobre la fundación de los jesuitas, sobre la fiebre del oro, sobre los marineros que se emborrachaban en un bar y despertaban en un barco camino a Shanghai. Leí a los poetas beat y hablé con hippies que protestaron en Berkeley en los 60s, los que marcharon por los derechos de los homosexuales junto a Harvey Milk. Recorrí los anónimos parques industriales donde vive la Internet. “San Francisco no es los Estados Unidos”, me advirtieron todos. Es verdad.

Ya trabajando con un grupo local me tocó viajar al centro de California, una extensa región agrícola donde el aire huele a alcachofas, a fresas y a espinacas. Conocí a dos de las numerosas familias de campesinos Hmong que inmigraron a principios de los ochenta. Conocí a una mujer salvadoreña recién llegada, que cosechaba cebollas bajo un sol alucinante. Vi los mapas de cuando todo esto era México y los inmigrantes eran los demás. Conocí Los Ángeles, una ciudad apocalíptica que, gracias a las maravillas del cine, se inventó un espacio-tiempo propio y esclusivo: una fábrica de historia.

Luego vino Nueva Inglaterra, donde está la historia que sale más en los libros norteamericanos, de señores con pelucas blancas. Aquí es donde fue a parar el Mayflower, que debió ser el navío más grande del mundo tomando en cuenta la cantidad de americanos que aseguran descender directamente de uno de los pasajeros. Descubrí que muchos estadounidenses aman la genealogía y se obsesionan por saber su origen, como mitología de apoyo. Los latinoamericanos generalmente nos encogemos de hombros y preferimos no alborotar a los monstruos del pasado.

Conocí Nueva York y Washington DC, donde las noticias dicen que está pasando la historia. No vi que pasara nada. No vi más que un montón de gente: gente pobre, gente de mucho dinero, gente con intereses pequeños, con responsabilidades enormes. Gente persiguiendo lo que cree que es la felicidad. Gente que extraña su hogar verdadero. Gente que nunca quiso venir, que se equivocó, o que no se podría ir jamás. Millones de historias individuales que de alguna forma, en los silencios entre una y la otra, van dibujando el curso de la historia colectiva.

Y una vez, en un otoño húmedo de pantano, conocí Nueva Orleans. Vi las cercas, los muros, los postes donde quedó marcada como una línea la altura del desastre de Katrina. Vi a un hombre tocando jazz y llorando, directo en el saxofón. Recordé a Harriet Jacobs, una esclava escondida por siete años en un ático estrecho, viendo a sus niños crecer esclavos por un agujerito en la madera. Por la ventana del tranvía me imaginé los uniformes de la esclavitud, las casas de la esclavitud, los dolores de la esclavitud que aún no se apagan y las extensas mitologías que hubo que inventarse para sostener la injusticia y la miseria por tantos siglos.

La próxima semana empezaré un viaje por algunos estados del centro de los Estados Unidos que parecen todos iguales en el mapa. Si las cosas salen bien atravesaremos Nevada, Utah, Wyoming, Nebraska, Iowa, Illinois y Michigan. No tengo idea de qué significa eso, supongo que tendré que encontrar alguna biblioteca. Tengo algunas referencias vagas, sé que veré un desierto, muchas planicies, un par de ciudades, muchos campos de maíz industrial. Sé que veré Detroit, la ciudad automotriz en decadencia que ha sido tomada por artistas y activistas, a falta de trabajadores. Voy detrás de la historia de un país que ya no existe.

La pobreza, la esclavitud, la exterminación de los pueblos indígenas, la opresión de las mujeres dejaron un país lleno de heridas, que no se termina de encontrar en su enorme territorio. Cuando yo llegué vine a un Estados Unidos destrozado por sus propias guerras, que terminó de cabeza en sus trampas económicas, donde millones y millones de vencidos han sido eliminados de los libros. Donde las personas sin hogar merodean los pasillos de la biblioteca pública. Un país escaso de esperanzas que a la vez insiste en un optimismo irritante y testarudo.

Poco a poco me voy haciendo mi propia mitología de este territorio que ahora es mi casa. Una combinación de lo que pensaba antes y lo que sé ahora. Aunque a veces pierdo la paciencia y no entiendo nada, me sentiría huérfana viviendo sin el abrazo de la historia, la mía propia, la que está en los libros, la que me cuenta la gente, la que voy fotografiando por la ventana del auto un domingo de carretera. Al final la historia soy yo, viviendo aquí con otros, empujando el mundo para donde va.

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