Antiliberalismus – Los Superdemokraticos http://superdemokraticos.com Mon, 03 Sep 2018 09:57:01 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=4.9.8 Las calles, nuevamente… http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/die-strasen-erneut/ http://superdemokraticos.com/es/themen/geschichte/die-strasen-erneut/#comments Tue, 29 Jun 2010 15:06:03 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=312

Foto: Cammila Gómez Grandoli - 25 de Mayo de 2010 en Av. 9 de Julio - Buenos Aires - Argentina

Pasé el cumpleaños de la Argentina, sus doscientos años, deambulando por Buenos Aires, sumergido entre la gente, rompiéndome la cabeza para tratar de desentrañar qué es esa cosa que nos une a la que llamamos “Patria”. En la universidad nos remacharon la mente con la idea de que ese sentimiento de pertenencia colectivo era una fantasía mentada por algunos señores allá por el siglo XIX, que la historia, toda la historia, no es más que una invención del poder, un recorte de la realidad diseñado para volvernos más débiles. Sin embargo, metido entre la multitud me resultaba imposible filtrar la emoción a través de esos libros idiotas, que en todo caso, también han sido escritos para forjar subjetividades. “Sean eternos los laureles que supimos conseguir” dice nuestro Himno Nacional, y estoy convencido de que ninguno de los que lo cantamos nos hemos puesto a pensar alguna vez ¿Qué laureles? De cualquier forma, todos juramos “con gloria a morir” desde lo más profundo de nuestras almas, todos sentimos que esa “gran farsa” tiene la particularidad de ser tan propia como nuestros ojos y nuestras manos, tan propia como un gesto compartido, y tan alejada del mundo de las elecciones como lo son nuestros padres, nuestros hermanos o nuestra fisonomía.

Terminada la fiesta advertí que estaba caminando por el medio de la Avenida 9 de Julio, la más emblemática de la Argentina. En Buenos Aires son usuales las manifestaciones políticas, y algunas de ellas llegan a ser de gran escala, así que es natural para nosotros pisar la calle para reclamar por miles de motivos, pero no es para nada normal juntarse para festejar, a menos que obtengamos una victoria futbolística.

En algunas ocasiones, como en dos mil uno cuando fue el gran estallido social conocido como el Argentinazo que terminó con el Gobierno de Fernando de la Rúa, podían verse en esa misma avenida escenas de llanto, griteríos y hasta incluso combates que erizaban la piel, por lo menos la de un pequeño estudiante que por aquel entonces ya tenía ansias de movimiento y revolución. Yo trabajaba en pleno centro, a unas pocas cuadras de Plaza de Mayo, en un museo municipal. De la Rúa había declarado el Estado de Sitio luego de confiscar todos los ahorros de la población. Inmediatamente después de anunciar su decisión de privar de todos los derechos civiles a los ciudadanos argentinos, la gente empezó a agolparse en las calles, en las avenidas, en las plazas o frente a la casa de algunos de los ministros responsables de haber llevado a nuestro país a tener casi un cincuenta por ciento de pobres. La representación política había colapsado y las clases medias salían a las calles con las cacerolas en la mano al grito de “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”. Mientras tanto, en los barrios populares, familias enteras de desocupados rodeaban los supermercados en reclamo de comida y otros, los más desesperados, retenían a los camiones cargados de carne y se repartían su botín famélico. Las pocas organizaciones sociales y políticas que quedaban en pie eran las que siempre habían estado al margen de los cargos y de la burocracia, como los partidos de izquierda y los grupos denominados piqueteros. Los días previos al 19 de Diciembre de 2001, cuando terminaba el noticiero de las 23hs, miles de personas irritadas y hartas de escuchar malas novedades, malas decisiones, y sobre todo hartas de no encontrar alguna voz que propusiese otras soluciones más allá de los ajustes que el Fondo Monetario Internacional proponía, salían a quemar gomas para cortar las calles y golpear sus cacerolas. Las señoras de la clase media, vestidas con ropa de marca comprada en los shopping centrers creados durante el menemismo, gritaban a viva voz: “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, dando a entender una supuesta unión con las clases bajas. En los barrios donde vivían los piqueteros, no se escuchaban las mismas consignas. Las clases populares ya podían distinguir a sus aliados y sus organizaciones eran conscientes de lo efímero de esas amistades.

Buenos Aires estaba incendiándose y nadie podía tomar el control de la situación. La policía ya había matado a más de veinte personas cuando suspendieron nuestra jornada laborar al mediodía. Yo salí caminando por las calles del centro con destino a la Plaza de Mayo. Las cuadras aledañas parecían un territorio en guerra. Improvisadas barricadas en las esquinas trataban de evitar el avance de la represión policial; parapetados detrás de ellas había desde militantes hasta repartidores con sus motos. El ruido de los gritos, las sirenas, las bombas lacrimógenas, los disparos de escopeta y los cantos de la multitud cuando embestía contra la policía era estremecedor y provocaba el miedo, a la vez que ganas de participar. Al volver a mi casa, el saldo de muertos ya era de treinta y nueve, sobre todo jóvenes. Las calles estaban literalmente manchadas con sangre y la televisión enfocaba directamente a los ojos desesperados de los que veían los muertos tirados en las calles. El período del liberalismo extremo que se había iniciado en la dictadura de 1976, terminaba con el gran estallido que los poderes fácticos habían tratado de evitar a fuerza de represión y engaños.

Pasados los años, esa sórdida realidad parece haber quedado en el pasado y la gente se agolpa por millones en la calle para festejar, no sólo el aniversario de la Revolución del 25 de Mayo de 1810, sino también el triunfo de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre la furia. Sin un solo incidente de violencia, seis millones de personas erraron durante el día y la noche por todos los rincones de la ciudad, tanto para ver espectáculos, como en fiestas, en bares, en discotecas y en restaurantes.  A pesar de que los medios monopólicos de comunicación intentaron quitarle importancia en un principio a los festejos, una de las principales victorias de nuestro gobierno es la de haber vuelto a interesar a la gente en la política. Ahora en cualquier bar se discuten temas concretos, estrategias, posibilidades, planes que deberían llevarse adelante, etc. Aunque los medios pretendan constantemente instalar la frivolidad como tema, la política vuelve a aparecer recurrentemente.

Estos cuatro días de fiesta fueron también días de tregua para esas cotidianas batallas que se siguen librando desde 2001. La gente pudo abrazarse, reírse y hablar entre sí. Familias enteras se mezclaron con otras, las chicas nos encandilaron con sus sonrisas y los chicos cantaron a los gritos y saltaron como si toda la ciudad fuese una gran cancha de fútbol. Después de mirar hipnóticamente durante largas décadas hacia fuera y hacia arriba, comenzamos a mirar hacia adentro y hacia abajo, a concentrar nuestros ojos en las oscuras y añejas calles ensangrentadas, y a intentar limpiarlas con nuestros multitudinarios pasos.

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Siempre fui un observador comprometido con las emociones http://superdemokraticos.com/es/poetologie/ich-bin-immer-ein-beobachter-gewesen-der-gefuhle-ernst-nimmt/ Wed, 16 Jun 2010 12:56:00 +0000 http://superdemokraticos.com/?p=261 Mi abuela antes de morir me entregó una pequeña autobiografía que con mucha dificultad, había terminado de tipear en una vieja máquina de escribir herrumbrada, a lo largo de sus últimos años en un asilo para ancianos en Buenos Aires. De vez en cuando yo la pasaba a buscar y salíamos a tomar unos cafecitos en alguno de los bares de la zona de Plaza Italia. En una de esas salidas me la entregó.

Calcagno - Foto: Mariano Maur


Solemnemente me regaló los fragmentos de vida que su incipiente senilidad le había permitido retratar en unas pocas páginas. La solemnidad es algo ineludible de mi familia materna. Todos, incluida mi propia madre, siempre intentamos que nuestras pequeñas reflexiones sean escuchadas como si fuesen dignas de ser publicadas en gruesos volúmenes y luego guardadas en la Biblioteca Nacional. A decir verdad, creo que ese es un rasgo heredado de mi abuelo, el marido de la autobiógrafa. Era un tipo sumamente serio, un hombre de unas derechas nacionalistas que ya nadie recuerda, pero que alguna vez fueron moda en todo el mundo. Un tipo antiliberal en todo el espectro de interpretaciones que este concepto tiene: mata puto, mata gringo, mata zurdo, mata mina, etc. Las discusiones de los domingos al mediodía, por ejemplo, siempre terminaban cuando, harto del increscendo del volumen y de la crispación familiar, pegaba un fuerte golpe sobre la mesa y a continuación lanzaba algún insulto añejo como: puñetas! A los más chicos esos agravios pasados de moda nos causaban tanta risa que salíamos corriendo para no cortar la solemnidad del momento.

Casi siempre las charlas con mi abuela versaban sobre política o filosofía, temas de los cuales sabía bastante, porque mi abuelo era profesor de historia y porque ella había sido una de las primeras egresadas de la Universidad de Filosofía y letras de la Ciudad de Córdoba, en una época en la que las mujeres eran poco más que receptáculos de semen. Eso la convertía en una mujer vanguardista, pero a pesar de esta primera impresión, no lo era para nada. Extrañamente creía que la mujer debía ocupar un lugar subordinado al del hombre, rezar todos los días y velar por el bien de la familia. Varias veces intenté indagar en esta contradicción, pero al igual que con la cuestión de la inexistencia de Dios y de las responsabilidades de la iglesia en cuanto crimen haya sucedido, no tenía ninguna respuesta..

La biografía de mi abuela, como es de esperarse en cualquier biografía, cuenta algunas anécdotas que resultaron significativas para su vida, en su caso, la de su familia. Es así como en un episodio aparezco de bebé mirando un póster con el dibujo de una vaca mientras mi vieja me daba de comer alguno de esos purés inmundos, que son lo poco que un desdentado puede digerir. A pesar de ser gordito, me sentaban a comer y me quejaba constantemente, hasta que me ponían frente al colorido póster de la vaquita. Se ve que mis ansias carnívoras se desataban y fantaseaba con que cada cucharada de puré era vacío, riñones o chinchulines. Como buen argentino, nací mirando una vaca y ahora me la paso tragando sus deliciosas partes.

Los años fueron pasando y entré en la etapa de escolarización, en la cual no tuve mayores logros ni grandes dificultades. Simplemente iba a la escuela, y con un poco de simpatía y un mínimo esfuerzo, aprobaba año tras año tras año tras año. Ya alrededor de los doce o trece empecé a estudiar guitarra y rápidamente armé un grupo con el objetivo de ser los nuevos Serú Girán. Después de más de doce años y muchas formaciones, me dí cuenta de que nunca iba a llegar a penetrar en las almas de las personas como ellos, fue  entones cuando decidí dejarlo e irme de viaje, para ver si encontraba algún nuevo sueño que seguir.

Entretanto, entré y salí de la universidad del mismo modo que de la primaria y de la secundaria, rapidito y sin problemas. Ya en el último año del secundario un docente de historia que yo admiraba me había recomendado no estudiar una ciencia social porque iba a pasar hambre. Yo pensé que si las opciones eran no estudiar nada y pasar hambre con la música o pasar hambre siendo un poco más ilustrado, era mejor tomar por éste camino. Así que estudié durante algunos años hasta que la institución decidió que ya sabía lo suficiente como para largarme a la calle con licencia para opinar sobre lo que nos pasa. Parece gracioso, pero a diferencia de los doctores, los ingenieros o los abogados, los que supuestamente debemos ocuparnos de las problemáticas que nos afectan a todos, no tenemos ninguna clase de matrícula. Simplemente nos licencian y ya.

Promediando la veintena y con título bajo el brazo, me mudé, viajé, me enamoré, me desenamoré, me emborraché, me drogué y empecé a escribir asiduamente poesías. Toneladas de poesías en papelitos o en el celular o en un blog o en cualquier parte que admitiese la vejación que las palabras hacen de los espacios neutros. Palabras y palabras y palabras y palabras. Siempre me gustaron las palabras, a pesar de no haber sido un gran lector ni un asiduo oyente de radio. Más que nada lo que me gusta es hablar, soy literalmente lo que se dice un charlatán. Como decían Borges y mi abuela: lo mejor que se puede hacer en la vida es tener una buena charla.

Los porteños somos particularmente propensos a la conversación. Acá en Buenos Aires todos hablan y opinan de todo como si fuese un ágora griega. Desde el portero de un edificio hasta el último de los jugadores de fútbol, tienen algo para decir respecto al gobierno, a la cultura, a las costumbres, o inclusive, más contemporáneamente, respecto a lo que pasa en Europa o en cualquier lugar remoto del planeta. El porteño globalizado es casi un arma de destrucción masiva. Sin embargo, tal vez por el exceso de palabras, resulta un lugar sumamente inspirador. Entre tanta tontería y repetición televisiva, pueden escucharse algunas voces, muchas veces nocturnas voces etílicas, que tienen realmente algo profundo que decir. Desde hace ya varios años me dedico a tratar de reproducir algunas de esas voces desde mi bunker en el Barrio del Once. En medio del ruido de los colectivos, unos bólidos infernales que destrozan lo mismo que transportan; rodeado del efímero smog porteño, que la pampa barre durante las noches; recurro a la palabra escrita como medio para legitimar mis ideas.

Retomando el hilo de esta breve autobiografía, debo decir que es sumamente complicado escribir acerca de uno mismo cuando no se tiene demasiado claro quién se es. Como politólogo siempre fui demasiado poético y me enamoré de todas las causas que me entregaran cierta cuota de utopía. Pasé del comunismo, al chavismo y del chavismo al peronismo progresista que nos gobierna, sin abandonar del todo a ninguno de estos amores ya longevos. Pero en el fondo lo que más me atrajo siempre de la política es la capacidad de construir fantasías colectivas, místicas, mundos paralelos que parecen cobrar vida por el sólo hecho de ser muchos haciendo fuerza para forjarlos. Como analista no me interesan demasiado los pormenores de la corte o las estrategias ajedrecísticas que el poder supone. Siempre fui un observador comprometido con las emociones. Lloro en los actos masivos, lloro viendo discursos de Allende, de Fidel o de los compañeros que hoy gobiernan el continente. Me emocionan más las palabras que los hechos, más los colores que las consignas y mucho más los gestos de las personas que las banderas.

Voy buscando encontrar cierto equilibrio entre mis inquietudes emotivas y creativas, y las duras realidades que nos rodean. Tratando de expresar con algo de fidelidad lo que me emociona pero conservando algunos rasgos de meticulosidad profesional. Además tengo la suerte de que algunos crean que mis palabras pueden ser escuchadas más allá de los íntimos, y publican mis locuras en varios medios del continente. Hoy, esto que escribo, esta mini biografía, salió de mis dedos a la misma velocidad que mis ideas. Espero algún día tener algo de memoria, como tuvo mi abuela, para poder continuarla.

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